El General José de San Martín terminó el mate que le alcanzaba el joven alférez. No dio los gracias. Sólo asintió con un gesto parco y eso, era más que suficiente. El niño se retiro con la pava, la yerba y el mate y dejó al militar solo en su tienda.
San Martín tenía mucho en qué pensar.
El ejército enemigo lo estaba esperando del otro lado de la cordillera. Por más que lo pensaba, no veía otra solución: dos columnas cruzando simultáneamente. La principal con él mismo, O´Higgins y Soler en la vanguardia cruzando por el paso de Los Patos; la secundaria con Las Heras por la ruta de Uspallata. Un poco más atrás, Fray Luis Beltán con artillería y municiones.
El general torció la boca en una mueca socarrona al pensar en las municiones. Otros enemigos caían facil ante los mosquetes o las esquirlas de los cañones. Pero esta vez era diferente. El enemigo no sentía miedo, avanzaba sin prisa pero irremediable y sólo el frío del sable en el cuello era la rúbrica final ante el ataque enemigo.
– Mi general, el cacique Ñacuñan esta aquí para hablar con usted-, anunció el alférez.
– Que pase.
Los pehuenches venían peleando con el enemigo desde la invasión de sus tierras, y San Martín les había entregado el respeto y la promesa de una vida digna en caso del seguro triunfo. No fue dificil, entonces, que el cacique de los peuhenches, se aliara al general.
Ñacuñan, ese era su nombre, entró a la tienda de campaña con paso firme. Junto a él, un traductor.
– Mari Mari Pu Peñi -dijo el cacique, el “lonko”, en lengua mapuche-. Kiñe mapuche ruka mew müley kutran che -y miró al traductor para que empezara a hablar “la lengua del huinca”.
– En una casa de nuestro campamento, había un hombre enfermo…
– … Lakutrankëlen, Lay wentru…
– … su enfermedad era mortal, y el hombre murió…
– Hura hil da, Am alwe…
– … el hombre murió, pero ahora es la sombra del muerto que pena.
No era el primer reporte de este tipo que San Martín recibía, pero sí era la primera vez que ocurría de este lado de la cordillera.
– Digale al Cacique Ñacuñan que nuestros médicos, que el doctor Paroissien, se va a encargar del enfermo.
El traductor asintió, tradujo al oído el mensaje del General y Ñacunán salió de la tienda de campaña tan silenciosamente como entró.
De golpe se acordó de Hipolito Bouchard, el francés con el que había luchado codo a codo en San Lorenzo. Él tenía una manera de llamar al enemigo que le causaba gracia. San Martín lo imaginó, con las pocas pulgas que tenía el francés, explicandole al indio Ñacuñan su visión de las cosas, desde cuando los venía peleando.
No más distracciónes.
Si el enemigo ya había llegado de este lado, no había tiempo que perder.
Sin titubear, llamó al alferez y le dijo seco:
– Corra la voz. Levantamos campamento.
Era un diecinueve de enero. En veinte días, debían estar combatiendo al otro lado de los Andes.
La mañana del doce de febrero encontró a San Martin revisando a las tropas de Miguel Estanislao Soler y Bernardo O’Higgins. Unos días antes, en la mesa de campaña montanda en los patios interiores del convento de San Francísco de Curimón, habían decidido que el ataque sería en dos columnas, con un movimiento envolvente.
Los hombres tenían sus órdenes y salieron a la batalla.
San Martín observaba con su catalejo al ejército enemigo. Los cañonazos, como siempre, no les hacían mella. Instintivamente empuñó el sable corvo. Quería estar allí, junto a sus hombres, descabezando a esos andrajosos malolientes, liquidando a uno detrás de otro hasta eliminar esa escoría de la tierra.
San Martín bajó el catalejo y lo guardó en su funda. De golpe se acordó cómo es que el francés Bouchard llamaba a los enemigos. Decía que lo había aprendido de una vieja esclava del Congo.
– Zombis -dijo por lo bajo el general-. Zombis, los muertos vivientes.
A lo lejos, las columnas de Soler y O’Higgins hacían contacto con la masa de cadaveres que se les venían encima. Sólo se veía el polvo y el evenual reflejo de un sable, antes de decapitar a esos muertos que resistían morir.
Soberbio, no me esperaba ese final y me sorprendió. Incluso a mitad del texto pensé con desgano en ciertos matices falaces, suponiendo erróneamente un cruce de los Andes que resultó no ser.
Y la referencia al movimeinto envolvente en dos columnas me recuerda el Convento de San Lorenzo, pero que le voy a explicar a Usted de esas cosas si ya sabemos que las maneja con autoridad.