Último vuelo del Condor: Prefacio y Capítulo 1


 

Este texto es una obra de ficción


Sin embargo, a lo largo de la obra aparecen mencionados figuras
públicas e instituciones reales. Sus actos, frases o acciones son pura y
exclusivamente resultado de la imaginación del autor, salvo donde se indique lo
contrario citando documentos públicos.

 

Sin
embargo, la línea que separa la realidad de la ficción es cada vez más confusa
y tenue.

 

En
muchos casos, dependerá del juicio del lector saber distinguir cuando se trata
de una u otra cosa.

PREFACIO

 

 

 

 

 

24 de junio de 1988.

Aeropuerto de Baltimore.

Virgina, Estados Unidos de Norteamérica.

 

 

El coronel Mohammed Abdallah Mohammed, agregado militar de
la  embajada egipcia en Washington, estaba
conforme. Por ahora, todo estaba saliendo de acuerdo con lo planeado y el
“cargamento” –así es como preferían describirlo, sin dar más detalles- estaba
preparado para ser embarcado y transportado a El Cairo. Luego y mucho más
tranquilamente, sería llevado por correo diplomático a Buenos Aires, Argentina
y desde allí a la planta de Falda del Carmen en la provincia de Córdoba.

Abdallah revisó una vez más la hora reloj,
terminó el cigarrillo hasta la colilla –su mujer siempre le dijo que tenía que
fumar los cigarrillos hasta la mitad, pero nunca lo lograba- y salió en su auto
rumbo al aeropuerto de Baltimore. Mientras manejaba y miraba la ciudad, pensaba
qué diferente era Estados Unidos respecto a Egipto. ¡Cuánta riqueza había en un
país y cuánta pobreza en el otro! Tal vez era por eso era que se sentía bien,
porque tenía la convicción de que su trabajo –al menos el que estaba llevando a
cabo esa mañana- iba a ser un paso para eliminar las diferencias, para acercar
a Egipto y eventualmente a sus socios, al justo lugar que tenían merecido en el
concierto de las naciones. Los ricos serían menos ricos, los pobres serían
menos pobres. ¿Qué había de malo?

No pasaron muchos minutos hasta que el coronel
llegó a la barrera de entrada y mostró sus credenciales diplomáticas. De todos
los aeropuertos del mundo, probablemente el de Washington sea uno de los que
más experiencia tengan en el manejo de las relaciones con embajadores,
cónsules, secretarios y agregados. El Congreso de Viena especificaba claramente
ciertas “gentilezas” hacia el personal diplomático. Y si cualquier país
esperaba que se respetaran con su gente, recíprocamente debía tener cuidado de
no romper ninguna regla dentro de su territorio. Relaciones internacionales.
Ese era el nombre del juego.

Abdallah se acercó con su auto al enorme
hangar que resguardaba el Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Egipcia. Tranquilo,
sin apuro, se bajó del vehículo y abrió el baúl para vaciar su contenido: una
caja de madera que ocupaba casi todo el espacio disponible. No llegó a tocarlo
cuando una voz amplificada por un megáfono, gritó:

FBI, stay where you are! ¡Ponga las manos detrás de
la cabeza, despacio, y aléjese del auto!

Abdallah era, antes que nada, un militar. Levantó la vista y se
encontró con más hombres de los que podría vencer y más armas de las que
querría contar. Le había tocado perder. Ahora solo era una cuestión de evitar
el mayor daño posible.

—¡Tengo inmunidad diplomática! ¡Lo que sea que estén llevando a
cabo es un grave error y con consecuencias terribles para la relación entre
nuestros países! —gritó Abdallah.

—Consecuencias shmockness —dijo para siímismo el agente
especial del FBI, Peter Learson. El Departamento de Estado sabía que los
egipcios estaban tratando de contrabandear material para el desarrollo de un
misil. Que lo estuvieran encubriendo como parte de una “valija diplomática” no
era su problema. Al menos no esa mañana—. Coronel, me importa un rábano si
tiene inmunidad diplomática o si es el nieto de Tutankamón. Lo que le digo es
que si no se aleja del auto, se arrodilla y mira al suelo va a haber un
incidente diplomático con, muy a mi pesar, un egipcio muerto.

—“Un cowboy” —pensó Abdallah. Haciendo caso al agente, se alejó
del auto y se acostó en el piso. Casi al mismo tiempo, varios hombres del FBI
lo pusieron de pie, esposaron y recostaron contra el auto.

—Coronel ¿qué hay en el baúl de su automóvil? —preguntó Learson
mientras guardaba su arma.

—Nada que a su gobierno o al FBI le pueda interesar. Y le vuelvo
a repetir que tanto mi persona como la caja que está en ese baúl están
protegidas por el artículo 27, inciso 3, del Convenio de Viena: valijas
diplomáticas.

—Lo siento, coronel –dijo Learson con una sonrisa—. Por favor,
muévase a un costado. Caballeros, veamos qué souvenir de los Estados Unidos
quería sacar del país nuestro amigo el coronel.

Entre varios hombres levantaron la pesada caja de madera. Pegado
con cinta adhesiva, un cartel decía: “Club de la Fuerza Aérea”. Forzaron la
tapa con una palanca y dentro se encontraron con otro envase plástico más
pequeño. Cuando lo abrieron, vieron que contenía un polvo negro de apariencia
inocente.

—No tengo la más remota idea de qué es esto —dijo Learson a su
segundo.

—Yo tampoco. ¿Tonner para impresoras?

Los agentes del FBI no sabían que entre manos tenían algo más de
200 kilos de carbón-carbón, el mismo material del que están hechas las celdas
externas que cubren al Space Shuttle o cualquier cosa que tenga que soportar el
calor del reingreso a la atmósfera.

El coronel Abdallah fue deportado de los Estados Unidos el mismo
día, y no pasó mucho tiempo hasta que el FBI ordenara el arresto y expulsión
del almirante Abdel Rahim Elgohary, agregado naval de la embajada egipcia en
Washington. No tuvieron tan buena suerte James Hufman, jefe de ventas de la
sociedad aeroespacial Teledyne McCormick Selph y Abdelkader Helmy,
norteamericano de origen egipcio y especialista en cohetes que trabaja en la
firma Aerojet Solid Propultion. Ambos enfrentan cargos con varios años de
prisión por contrabandear material militar sensible y cooperar con el
desarrollo misilístico de una potencia extranjera.

Y si bien todo el episodio del carbón-carbón fue un serio
retraso al desarrollo del misil, los egipcios consiguieron otro proveedor del
material –esta vez una firma inglesa- y finalmente llegó a su destino final en
Falda del Carmen, Argentina. Con suerte, el Badr 2000 –como lo llamaban los
egipcios- o el Cóndor II –como lo llamaban los argentinos- volaría en el tiempo
previsto.

 

 

 

 

Tres años después.

 

21 de febrero de 1990.

Oficinas centrales de Consen AG.

17 rue de Gabian. Mónaco

 

 

Consen AG (apócope de Consulting Engineers)
había sido creada en 1982 como un conglomerado de las empresas y la tecnología
que serían necesarias para la construcción del Cóndor II / Badr 2000. Si bien
los capitales eran  principalmente
iraquíes, buena parte del personal era alemán. Tal vez era porque su fundador,
Karl Adolf Hammer, no confiaba en nadie que no fuera un compatriota a la hora
de la organización o la ingeniería. Curiosamente, sin embargo, uno de sus
mejores hombres, Ekkehard “Ekki” Schrotz, difícilmente entraba en la categoría
del “alemán serio”. De espíritu alegre y abierto, Schrotz era el nexo entre los
militares argentinos, egipcios e iraquíes, los ingenieros alemanes, los
banqueros italianos y cualquier cliente final que pudiera necesitar de los servicios
de Consen. Tal ver por eso es que lo llamaban “Mr. Fixit”: no había problema
que no pudiera solucionar a través de su simpatía, su claridad o de la cantidad
adecuada de dinero para “aceitar” cualquier proceso.

Schrotz estacionó su Mercedes Benz 190E casi
en la puerta del viejo edificio de oficinas donde, en el segundo piso, estaba
Consen. Entro saludando a todo el mundo con amplias sonrisas que mantuvo,
incluso, al interrumpir como una tromba en la oficina de su jefe, la única con
vista a la calle.

—Hallo Karl, wie
gehts?
Der Morgen ist so schön als wäre Frühling!
—dijo el alemán mientras entraba al despacho del director.

Ich bin Gut, danke
—respondió seco Hammer—.
¿Qué es lo que sabe de los
argentinos?
—, preguntó
cortando en seco al empleado.

—Todo está ok. Por ahora cumplen con cada una
de las fases que se plantearon. Hay problemas para lograr un sistema de guía
que funcione. La idea original era hacer uno desde cero, pero me parece que lo
más lógico va a ser gastar un poco más de dinero y comprar uno a los franceses
de Sagem.

—¿El alcance sigue dentro de los márgenes?

—Eso depende mucho de los motores, Karl. Lo
que nos lleva de vuelta al tema de los argentinos. Por ahora se está trabajando
en la puesta a punto de la mezcla del combustible sólido. Si no hay problemas,
en una semana o dos se deberían estar empezando los primeros tests en el banco
de pruebas de Falda del Carmen. Pero nada hace pensar que no estemos entre los
rangos previstos: como poco
800 kilómetros, como mucho 1.200. La oscilación tiene que ver con la cabeza
explosiva. Si se usan la máxima capacidad de  
500 Kg. , es probable que
un lanzamiento quede corto, pero con una carga más liviana tranquilamente se
pueden superar los
1.000 Km.

La distancia era la clave de todo el proyecto.
Un vector con un alcance de
1000 Km. en manos de Irak o
Egipto, alcanzaba como para atacar casi cualquier punto de Israel; a los
argentinos, para infligir un daño terrible en Islas Malvinas o Chile. Por todo
esto, mucha gente no iba a estar nada feliz con el proyecto.

—No importa tanto ahora, si supongo que sólo
es…

El teléfono interrumpió la frase del alemán.

—¿Hola? —dijo Hammer ofuscado mientras
levantaba el tubo. No entendía cómo es que su secretaria no le había preguntado
si quería atender o no.

—Quisiera hablar con Herr Karl Adolf
Hammer —dijo la voz en perfecto alemán culto.

—Él habla.

—Mucho gusto en saludarlo —respondió la voz—.
Por favor ¿podría asomarse a la ventana de su oficina?

—¿Cómo?

—Tenemos algo que decirle.

—¿Eh? No entiendo ¿Quién hab…

Hammer no terminó la frase cuando la explosión
lo tiró al suelo y bañó la sala con los vidrios de la ventana. Inmediatamente
empezaron a sonar las alarmas de varias decenas de autos a la redonda.

—¿Hammer, te encuentras bien? ¡Dios mío! ¿Qué
pasó? —gritó Schrotz mientras se levantaba del suelo comprobando que todas las
partes del cuerpo estuvieran en su lugar. Varios empleados de Consen entraron a
la oficina del director, sacaron a los dos hombres del cuarto y los llevaron a
la calle junto a todo el staff. La gente salía de sus oficinas buscando el
origen de la explosión de la que a estas alturas, todo el mundo se daba cuenta
de que difícilmente había sido una accidente.

Ekkehard “Ekki” Schrotz se quedó helado. De
repente estaba pálido como la luna y sintió que las piernas le iban a fallar.
La garganta no le respondía. Quería hablar pero no podía. Finalmente, con un
hilo de voz aguda, pudo decir.

—Hammer…

—¿Ekki? ¿Estás herido? ¿Qué tienes?

— Mi auto… lo que explotó… mi auto.

No muy lejos de la puerta de Consen, lo que
quedaba de la puerta del Mercedes Benz de Schrotz todavía ardía por la
explosión. El alemán se sentó en el piso mientras se frotaba las manos. Hammer,
más práctico, supo entender muy claramente: alguien o algunos no querían el
misil terminado. Y suponía con seguridad quiénes eran.

Desde la ventana de unos de los edificios de
enfrente a Consen AG, uno de los nuevos inquilinos de las oficinas de alquiler
temporario miraba atento el desastre posterior a la explosión y la llegada de
los bomberos monegascos. Stewart Pearson, hombre de negocios canadiense, se
iría ese mismo día, de hecho, en pocas horas. Sus evaluaciones de bienes raíces
–o por lo menos eso es lo que había dicho en la conserjería- estaban terminadas.
Pagaría en efectivo, saludaría amablemente y estaría fuera de Mónaco y llegando
a París antes de que cayera el sol. Allí dejaría el auto alquilado directamente
en el aeropuerto Charles de Gaulle y tomaría el primer vuelo de El Al rumbo a
Tel Aviv. A esa alturas volvería a ser Schlomo Yossi Livnat, agente operativo
de Metsada, el equipo de acciones encubiertas del Instituto de Inteligencia y
Tareas Especiales, el ha-Mossad le-Modiin ule-Tafkidim Meyuhadim o –como
todo el mundo lo conocía- el Mossad.

 

 

 

 

Tres años después.

 

8 de enero de 1993.

Transporte clase “Costa Sur” ARA Bahía San
Blas.

Base Naval de Puerto Belgrano.

 

 

El verano se había instalado definitivamente en el hemisferio
sur, y si bien Bahía Blanca es mucho más fresca que Buenos Aires, en la Base
Naval de Puerto Belgrano el calor se hacía sentir aún al lado del mar. El ARA
(Armada de la República Argentina) Bahía San Blas estaba siendo cargado con
mucho cuidado bajo la supervisión atenta de su capitán.

Sobre la cubierta, mirando los containers especialmente
preparados con gas inerte para evitar explosiones accidentales, cinco
observadores del MTCR (Missile Technology Control Regime / Régimen de Control
de Tecnología Misilística) supervisaban las maniobras. El grupo era
decididamente heterogéneo y no era fácil adivinar cómo encontraban la manera de,
no sólo llevarse bien, sino de realizar la tarea que sus gobiernos les habían
encomendado. El equipo estaba formado por un canadiense, un japonés, un
francés, un italiano y –por supuesto- un representante de los Estados Unidos. A
esto había que sumarle los omnipresentes oficiales de la embajada americana que
luego, diligentemente, reportarían al embajador en Argentina, Terence Todman y
a Paul Maxwell, delegado norteamericano ante el MTCR y uno de los principales
interesados en la operación de esa noche.

No había sido fácil doblarles el brazo a los argentinos.
Consideraban el desarrollo del misil Cóndor II como una cuestión de orgullo
nacional. Tanto fue así que el ex presidente Alfonsín trató de impedir por
todos los medios a su alcance la cancelación del proyecto y la destrucción de
los misiles -o parte de los misiles- construídos hasta la fecha.

—Hasta ahora, todo sin problemas –dijo el representante
canadiense a su par norteamericano.

—Exactamente ¿qué es lo que estamos cargando?

El canadiense revisó su carpeta y leyó:

—Según mis actas y lo que nosotros pudimos constatar: 17 caños
sin costura, 14 motores y 2  maquetas de
madera del misil.

—¿Maquetas de madera? —preguntó el americano.

—Estaban en una tornería de la provincia de Mendoza, cerca del
límite con Chile. Se usaban de modelo para hacer los containers especiales para
el futuro traslado de los cohetes.

—¿Cuánto más queda por embarcar?

—De hecho, nada. Si no hay ningún problema, tendríamos que estar
saliendo para España esta misma noche.

El representante de Estados Unidos sonrió. En un intento
político por salvar el orgullo, los argentinos habían estipulado que si bien
aceptaban destruír cualquier componente del misil, no los querían enviar a los
Estados Unidos. Sería demasiado. Por eso se había elegido España. No había
diferencia. Los españoles se encargarían de destruir los caños sin costura que
hubieran sido el cuerpo del cohete, pero los motores irían a Estados Unidos y
finalmente serían detonados allí.

El destino final era el puerto de Rota, en Cádiz y el viaje
cruzando el Atlántico sería largo: 20 días en total. Cuando llegaran a España,
la carga sería trasladada a una base militar española, supervisada por personal
de Estados Unidos y oficial y definitivamente, el proyecto Cóndor II quedaría
archivado para siempre.

 

 

 

 

 

Seis años después.

 

14 de junio de 1999

Spectrum Energy and
Information Technology Ltd.

56
Goldsworth Road
, Surrey. Inglaterra

 

 

Michael Riesman se frotó los ojos una vez más. Tenía que estar
seguro de que los datos que tenía delante de su terminal eran correctos. Los
revisó no una sino cuatro veces más hasta estar completamente seguro de que no
había error. Por lo menos, un error humano. Si el problema tenía origen en el
software –Spectrum Energy utilizaba un software propietario para el análisis de
grillas de datos sísmicos- no era asunto suyo. Mientras revisaba una vez más
los datos, marcó el interno de su jefa en el teléfono.

—Hello Marianne, this is Michael, from
seismic data
—dijo el operador—. ¿Podrías venir a mi terminal un
segundo? Realmente hay algo que quiero que veas.

—¿Tiene que ser ahora, Michael? Hoy mi día comenzó tarde, mi
hijo menor se despertó con fiebre, no lo pude llevar a la escuela, la niñera no
llegaba… realmente estoy atrasada. ¿Te parece que nos veamos después del
almuerzo?

—Marianne, si lo que tengo delante de mi monitor es correcto, te
aseguro que a todos nos va a dar más fiebre que a tu hijo.

—Voy para allá –dijo mientras se frotaba la frente con la palma
de la mano.

La oficina de Marianne Dutton, la dura supervisora de estudios
geológicos y sísmicos estaba un piso más arriba. No es que Spectrum Energy
hiciera muchas diferencias entre sus empleados, pero el mundo del petróleo
obligaba a mantener ciertas formas y las estructuras horizontales de las
compañías de tecnología todavía no habían podido ser asimiladas. El cubículo de
Riesman obviamente no tenía puerta, y Dutton entró hecha una furia.

—Michael, si lo que voy a ver no es una nueva Arabia Saudita te
aseguro que tendrás unos de los peores años de tu carrera laboral —amenazó la
supervisora.

—No es Arabia Saudita, pero casi.

—Lo que sea, muéstramelo de una vez.

—Islas Falkland –dijo mientras señalaba el monitor con un lápiz
masticado-. Estaba trabajando con las grillas antiguas. Esta que estamos viendo
es de 1997. Obviamente que en esos años no teníamos ni el software ni el
hardware que tenemos hoy —dijo el inglés mientras palmeaba su terminal
conectada a una Onyx de Silicon Graphics.

—Michael: al grano —amenazó Dutton.

—Ok, ok. Estaba analizando viejas grillas, cuando me encontré
con esto —dijo el inglés mientras tecleaba rápidamente y el monitor mostraba un
mapa de las islas Falklands y sus alrededores—. Mira con atención la zona
sur-oeste. Apenas fuera del Área de Cooperación Especial entre Argentina e
Inglaterra.

Dutton se acercó al monitor. Miró las cifras, el color rojo del
área y dejó escapar un silbido.

—¡Wow! Estamos hablando de mucho petróleo. Estamos hablando de
más de 100.000 barriles por día… ¡estamos hablando de una zona que podría
transformarse en uno de los principales productores de petróleo de la próxima
década! —dijo Dutton.

—Cuidado, todavía me gustaría hablar con los noruegos de Geco
Prakla. Ellos también están analizando la misma grilla y quiero saber si
llegaron a las mismas conclusiones que nosotros —advirtió el analista.

—Mike —para ese momento, había dejado de ser Michael— si los
datos que estás obteniendo son correctos, la cantidad de petróleo que habría en
la zona sería casi la misma que las reservas de todo el Reino Unido en el Mar
del Norte. Revisa una vez más, hazlo a mano si es necesario, habla con la gente
de Geco Prakla y si quieres habla con el mismo demonio, pero quiero que
confirmes esos datos ¿entendido?

—Sí Marianne —resopló Riesman—. ¿Valía la pena que vinieras aquí
abajo o no? —preguntó en tono burlón.

Mike, my dear.
Por un yacimiento de este tipo, iría nadando hasta las
Falklands.

Riesman, sonriendo satisfecho, se puso a
revisar por quinta vez los datos mientras Marianne Dutton pensaba si el bono que
recibiría sería suficiente para comprar ese “cottage” que había visto con su
marido.

 

 

 

 

 

3 de mayo de 2007

Estancia “Virgen de Luján”.

Escobar, Provincia de Buenos Aires

República Argentina.

 

 

Daniel Solanet se podía sentir orgulloso. Prácticamente en cinco
años había amasado una fortuna que lo había puesto a la par de los grandes
industriales argentinos como Pescarmona, Fortabat o Pérez Companc. De hecho, en
algunas áreas los había superado. Reduciendo sus inversiones en el área de
comunicaciones y bienes agrarios y enfocándose al sector energético con la
creación de
Southern Cross Petroleum Corporation, estuvo en una posición inmejorable
para aprovechar el boom económico e industrial que alcanzó a América Latina
después de la crisis del “Efecto Tango”, como se lo llamó en ese momento.

Solanet, que no alcanzaba los 60 años y todavía era elegante y
seductor, miraba fijo la copa de coñac que tenía en la mano. Frente a él,
Carlos Salmerón, Secretario de Energía de la República Argentina se dedicaba
-con dificultad- a encender un cigarro que, para no desentonar con lo que
suponía una costumbre de su anfitrión- aceptó complacido. La verdad es que Solanet
no fumaba y odiaba el olor del tabaco, pero había aprendido hacía tiempo que se
esperaban determinadas costumbres por parte de un millonario: una de ellas era
fumar puros. Y para impresionar a los tontos, a veces decidía jugar el juego.

—Solanet, antes que nada, le quiero agradecer por este almuerzo
espectacular. No es común poder tomarse semejante recreo en medio de la semana-
dijo el Secretario complacido—. Menos aún es una invitación suya tan
imprevista, tan de “sopetón”…

—Ni hablar Carlos —dijo Solanet con falsa modestia-. Lo
agradable de tener recursos es que se pueden disfrutar. Por eso es que tengo mis
oficinas afuera de Buenos Aires. Desde Escobar a Capital, en helicóptero, son
menos de 20 minutos. Y acá, admítamelo Carlos, se puede pensar mucho mejor.

—Sin duda, sin duda —Salmerón miraba al piso—. Pero no nos
engañemos. Usted no me sacó del centro, me subió a un helicóptero y me trajo
hasta acá nada más que por el placer de mi compañía.

—Por cierto que no, Carlos. Pero, por otro lado, es siempre un
placer verlo. Si lo traje hasta acá es porque quiero hablar de negocios.

—Si lo puedo ayudar, cuente conmigo.

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Solanet dejando un halo de
misterio en lo que iba a decir—. Pero le aseguro que si, en efecto, me puede
dar una mano, se lo voy a agradecer muchísimo.

En determinados niveles los sobornos y la corrupción no se
nombran. Se sugieren elegantemente de forma tal que siempre se puede decir:
“¡yo jamás le ofrecí nada!”. Sin embargo, el mensaje había sido claro. Salmerón
era tan corrupto como lo habían sido miles de funcionarios del gobierno
argentino durante años. Y sabía que Solanet era una de las fortunas más grandes
del país. Por supuesto: si Salmerón podía “ayudar” a Solanet, sin duda de que
lo haría.

—Tengo entendido que se está hablando del sur. De petróleo en el
sur —deslizó Solanet como un cazador que va armando, sin apuro, la trampa para
que caiga la presa.

—Algo de eso escuché —tartamudeó Salmerón—. Pero no es nada
seguro… que sé yo. Son tratativas, charlas. Nada seguro.

El industrial no pudo sentir mayor satisfacción. Sus informes
eran correctos y el Secretario de Energía no estaba negando nada de plano. Casi
se podía decir que, en el retorcido lenguaje de los negocios, estaba admitiendo
la sugerencia de Solanet.

—¿Y de petróleo en el área Malvinas?

Salmerón se atragantó con el humo del cigarro y empezó a
transpirar. No entendía cómo era posible que Solanet supiera algo de eso. Era
una idea entre su grupo de colaboradores: no más de cinco personas y él mismo.
Y de alguna manera Solanet se había enterado.

—Eeehhh… no, bueno… en fin. Usted sabe Solanet –dijo,
Salmerón nervioso. —Usted sabe que el gobierno viene trabajando desde hace rato
con los ingleses.

—¿Ajá? —dijo Solanet mientras se servía otra copa.

—Sí… o sea… sí, la idea es que los malvinenses…

—No se olvide de que son ingleses. Los ingleses, querrá decir
—corrigió con maldad.

—Eso, los ingleses de las Malvinas, medio que le metieron el
perro a todo el mundo con lo del petróleo alrededor de las islas. Parecía que
podía haber algo, pero nadie estaba seguro. De todas formas –y muy a pesar
nuestro- en 1998 licitaron seis pozos exploratorios a
Amerada
Hess, Shell, Lasmo e International Petroleum Corporation of Canada. Y si bien
encontraron petróleo en varios, en ninguno hubo cantidad suficiente como para
hacer el pozo rentable.

—¿Esto fue dentro del Área de Cooperación
Especial? Si bien es solamente el 10 por ciento de toda la zona que los
ingleses se reservaron como propia, en una de esas nos daban una mano —dijo Solanet
con sorna.

—Sí, justo. Los seis pozos fueron en
la zona norte de las islas. Bastante lejos del área conjunta.

—¿Y no encontraron nada?

—No. Como le dije antes, al menos no
encontraron nada que fuera comercialmente válido de explotar. En todos había
gas y petróleo, pero entraban en la categoría de pozo seco —explicó Salmerón.

Solanet asintió y se levantó para
mirar por la ventana. Siempre le ayudaba perder la vista en un punto cuando se
concentraba. Y sabía que la movida que iba a hacer en ese momento era
importante.

—Salmerón: dejémonos de pavadas.
Usted sabe por qué lo llamé, yo sé lo que quiero averiguar y nos podemos hacer
la vida mucho más fácil entre los dos. ¿Encontraron petróleo ahora? Y si lo
encontraron ¿dónde está?

El Secretario de Energía se revolvió
en su asiento. De todas formas estaba seguro de que Solanet se iba a enterar y
mejor que fuera él que se lo contara, seguramente se lo iba a saber
“agradecer”.

—Petróleo. Mucho petróleo —suspiró
Salmerón—. Tanto que las Malvinas se podrían convertir en un nuevo Medio
Oriente. Hasta ahora, solamente hay estudios teóricos y simulaciones. Los del
Departamento de Recursos Minerales de las islas está pensando en pagar ellos
mismos la perforación de la zona, aunque es poco probable. Calculan que las
licencias de explotación de una cuenca que probadamente tenga petróleo, pueden
llegar a ser astronómicas. Y no se equivocan. Solamente tienen que tener la
mitad de la razón, conque haya la mitad de petróleo del que creen que hay, ya
se pararon para toda la cosecha. Probablemente llamen a una plataforma de
exploración noruega, como hicieron en el 98. Si todo sale bien, los trabajos
empezarían en unos dos años. Pero si no consiguen el dinero que les financie la
cosa, puede tardar más.

Durante todo el tiempo que Salmerón
habló, Solanet siguió mirando hacia fuera, hacia el campo. Temía que si miraba
a su interlocutor a los ojos, de alguna manera se notara su sorpresa. Respiró
hondo varias veces hasta estar seguro de que controlaba sus emociones y lo que
era más importante, de que las ocultaba. Miró a los ojos a Salmerón y le
preguntó:

—¿Y qué hay para nosotros, Salmerón?

—Ese es el problema: no habría nada.
Los pozos podrían operar logísticamente desde Puerto Argentino. No tienen por
qué pagarnos ningún “fee” de exploración y ni por qué comprarnos una licencia.
Si la cosa hubiera sido en el Área de Cooperación Especial la mano habría sido
diferente. Pero no, tenía que ser unos kilómetros más al norte. Lo que estamos
tratando es que los ingleses nos den “un algo”. Con Londres creemos que podemos
lograr un acuerdo, pero los malvinenses no quieren saber nada. Está jodido el
tema.

Solanet se acercó a Salmerón
extendiéndole la mano para saludarlo.

—Lo que me acaba de contar queda en
el más absoluto secreto profesional, Salmerón. No se preocupe. Y desde ya, le
agradezco muy, pero muy profundamente la confianza y la molestia de haber
aceptado mi invitación.

—Faltaba más, por favor. Siempre es
un placer verlo y poder charlar con usted —mintió el secretario.

Solanet se acercó al teléfono y
levantando el tubo habló directamente.

—El Sr. Secretario de Energía está
volviendo a la Capital. Por favor, me preparan el helicóptero para que lo lleve
a Aeroparque.

—Muchas gracias, Solanet —dijo
Salmerón rumbo a la puerta.

—Las gracias son mías. Por favor,
mándele mis saludos a su mujer y sus hijas.

—La más grande se casa ahora —deslizó
Salmerón.

—En ese caso, espero que me invite a
la fiesta, así puedo hacer un regalo de bodas como Dios manda.

—Usted ya está invitado. Y no hace
falta ningún regalo —volvió a mentir mientras cerraba la puerta.

Solanet se quedó solo en su oficina.
Se acercó a la ventana y miraba fijo el horizonte. El sol empezaba a ocultarse
y la esfera roja le sirvió de punto de concentración. Tenía que pensar. Y
mucho.



 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

 

Oficina central de Måke a.s

Plattformveien 23

Stavanger. Noruega.

 

 

Niels Hagen se ajustó el gorro de lana para
combatir inútilmente, el viento frío que empezaba a hacerse sentir en Noruega.
Apuró el cruce de la avenida ancha que separaba la zona del puerto de las
elgantes oficinas de Måke (Gaviota) A.S. una de las principales compañías de
exploración petrolera en el mundo. Con más de nueve plataformas
semisumergibles, Måke había taladrado el lecho marino en busca de petróleo en
todos los océanos desde 1963. Hagen había llegado a la compañía a comienzos de
los ochenta y en la actualidad tenía el cargo de OIM (Offshore Installation
Manager / Gerente de plataforma), la máxima autoridad posible en la Odín, una
de las plataformas de exploración más nuevas de la compañía. Hagen, de casi dos
metros de altura, rubio casi albino y con brazos del tamaño de troncos, tenía
un aspecto decididamente temible. Sin embargo era reconocido por sus hombres
por su buen humor y su carácter justo: daba a cada trabajador el correcto
premio a sus esfuerzos.

Hacía
pocas semanas de que habían regresado del Mar del Norte luego de seis meses de
trabajo continuo cerca de Aberdeen, en Inglaterra. Y Niels Hagen no sabía
adónde tendría que llevar su plataforma –posiblemente la haya pagado Måke, pero
hasta donde él sabía, en alta mar era suya- en su próxima asignación. Escuchó
el rumor que podía ser América del Sur. Ojalá fuera cierto, porque lo más
probable era que la Odín reemplazara, al menos por un tiempo, la plataforma que
Petrobras había perdido en un accidente horroroso: once muertos y hundida sin
posibilidad de reflotar. Brasil. El aire tibio y el sol serían un cambio
maravilloso y un descanso del clima asqueroso del Mar del Norte.

Hagen
entró al edificio central de Måke e inmediatamente se dio cuenta de que
desentonaba. La mayoría de los empleados llevaban puesta camisa y corbata
mientras que él usaba jeans, una remera blanca y un saco de lana. No le
importó. Sin prestarle atención al tema, cruzó rápidamente el hall de entrada,
subió al ascensor y llegó al noveno piso.

Niels!
Hvordan har du det? ¿Que bueno verte de nuevo! —.
Peer Gynt era el gerente de operaciones y uno de los mejores amigos de Hagen
dentro de Måke. Gynt había perdido una pierna en un accidente de plataforma a
comienzos de los noventa, sin embargo, había encontrado la manera de quedar
ligado al negocio de una industria que amaba y Måke evitó el riesgo de un
juicio millonario.

—Ojalá
pudiera decir lo mismo, Gynt. Pero eres tan feo que me dan ganas de salir
corriendo —bromeó Hagen—. ¿Cómo están Sissel y los niños?

—Bien,
gracias a Dios. No hace mucho Sissel me preguntó por ti, en dónde estabas. Me
dijo que tenía una amiga para presentarte, que sería ideal para ti.

—Dile
que gracias, pero que todavía no nació la mujer que soporte un marido fuera de
casa prácticamente todo el año y en una plataforma al otro lado del mundo.

Hagen
mentía. Y Gynt lo sabía. No hacía mucho de que había roto con su novia de hacía
tres años. Y si bien quería hacer parecer que no le importaba, fue un duro
golpe para el fornido noruego.

—Bueno, ya basta de tonteras —dijo Hagen—. Quiero
que me digas a qué precioso lugar del mundo tengo que llevar la Odín y a los
muchachos. La última vez me mandaron a congelarme el culo y no vendría nada mal
un cambio.

—¿Un
cambio? ¿Qué te parece, por una vez ir al sur del Ecuador?

Una
sonrisa empezó a dibujarse en la cara del noruego. Su corazonada había sido
correcta. Brasil. Caipirinha. Mulatas. Samba. Casi para confimar, pregunto:

—¿Exactamente a qué parte de la costa de
Brasil?

Gynt lo miró serio por unos segundos. Luego
estalló en una carcajada que se dejó escuchar en todo el piso de la Gerencia de
Producción. Nadie le hizo caso, porque el resto de los empleados estaba
habituado a los gritos y exabruptos del “gerente”. Hagen lo miró sin entender,
sintiéndose incómodo ante los ojos clavados de los subordinados.

Jeg
forstår ikke
¿Qué es tan gracioso? —preguntó
Hagen.

Gynt
se secaba las lágrimas con las manos y mientras tosía para recuperar el aire,
le arrojó las órdenes del nuevo destino de la Odín.

—¡Santa
Madre de Dios! ¡Las Falklands! ¡Es el mismo frío de mierda pero en el otro
culo del mundo!

—¿Qué te hizo pensar que ibas a Brasil, si se puede saber?
—preguntó Gynt con aliento entrecortado.

—¡Cállate, Gynt! —ladró Hagen.

—En tus papeles tienes la fecha de salida. El resto de mi gente
se encargará de preparar la Odín. Dos semanas. Eso es todo el tiempo que tienes
en Stavanger antes de volver al agua… pero no a Brasil —dijo Gynt estallando
en carcajadas una vez más y poniéndose rojo como un tomate.

Hagen tomó los papeles de un manotazo y salió de las oficinas de
Måke tan pronto como pudo. Estaba seguro de que esa noche Gynt y su mujer lo
invitarían a comer y sería mejor que le comprara algo a Sissel. ¿Le gustarían
las flores?

 

 

 

 

Palacio San Martín.

Ministerio
de Relaciones Exteriores y Culto

Ciudad
autónoma de Buenos Aires. República Argentina.

 

 

John Skerrit se arrellanó en el largo sofá de la oficina del
embajador Miguel Obrea, su contraparte negociadora en el delicado tema de la
visita a las Malvinas por parte de la gente de Fuerza Aérea. Obrea pertenecía a
la Dirección General de Malvinas e Islas del Atlántico Sur, que a su vez
dependía de la Subsecretaría de Política Exterior del Ministerio de Relaciones
Exteriores y Culto de la República Argentina. A su vez, Skerrit era Command
Director para las Américas del Foreign & Commonwealth Office (o como todo
el mundo lo llamaba, el FO) y todo lo que hacía era puntillosamente reportado
al Subsecretario Parlamentario responsable de América Latina. Ambos eran
diplomáticos de carrera y no era la primera vez que se encontraban. Skerrit y
Obrea no eran amigos, pero eran lo más parecido que se puede llegar a serlo
dentro del mundo diplomático.

—Miguel –dijo Skerrit con fuerte acento inglés— no hay mucho más
de qué hablar. Si lo aprueba Cancillería, yo mismo le presento en el FO.

Obrea miró con orgullo el documento de dos hojas. Dos hojas.
Para escribir esas dos hojas tuvieron que pasar más de 20 años, hubo que
discutir interminables horas con los ingleses (de Londres y de las Malvinas),
hubo que convencer a la gente del Estado Mayor… mucho esfuerzo. Solamente dos
hojas. Pero probablemente las dos hojas más importantes de su carrera, pensó
Obrea,.

—John, por mi parte, le voy a llevar el texto al ministro
personalmente. Y si le llega a tocar una coma, le cambia una palabra o me dice
algo, no solamente voy a presentar mi renuncia —dijo en el tono más serio
posible— sino que personalmente le voy a dar tantas patadas en el culo que
probablemente me tengas que dar trabajo vos mismo en el FO.

Skerrit se rió de buena gana.

—Si bien avanzamos bastante, Miguel, no creo que la cosa esté
como para que podamos emplear un argentino.

—Ahh, ustedes se lo pierden —dijo Obrea sonriendo—. Hasta
incluso podría enseñarles a jugar el fútbol y todo.

—¿Para que nos enseñes a hacer la “mano de Dios”?

—Sí… bien que se vengaron en 2002.

Skerrit sonrió. Como buen diplomático, sabía cuándo dejar un
tema de lado.

—Volviendo a lo nuestro ¿en cuanto tiempo crees que tu gobierno
puede implementar la visita?

—Eso depende de la gente de la Fuerza Aérea, que van a ser los
primeros: sus muertos, su tiempo.

El acuerdo que Skerrit y Obrea habían firmado organizaba y
permitía que, por primera vez desde 1982, un grupo de militares argentinos
visitara las islas. En este caso, se había optado por un grupo de la Fuerza
Aérea Argentina. La visita sería muy corta: llegada a las islas por la tarde,
la misma gente de la RAF (Royal Air Force) alojaría a los pilotos y mecánicos
por la noche, homenaje a los caídos en combate a primera hora del día siguiente
y regreso al continente. En total, poco más de 12 horas, pero iba a ser un paso
importante en la relación de los dos países.

—Ojalá sea cuánto antes. Preferiría no darle mucho tiempo a los
malvinenses –el diplomático inglés se cuidaba mucho de no decir “kelpers”—. No
sería raro que cambien de opinión.

—John, te prometo que le voy a “meter pata” lo más que pueda.

—¿Meter pata? —preguntó Skerrit levantando una ceja.

—Apurarlo, acelerar el proceso…. ¡darle pesto! —dijo Obrea
riéndose.

—Lunfardo, supongo.

—¡Bien John! No, si yo a vos te voy a sacar bueno.

—Excelente: tu me enseñas lunfardo, yo te enseño a jugar al
fútbol. Un acuerdo justo ¿no?

—Dr. John Skerrit: la buenas costumbres de la diplomacia me
prohíben darle la respuesta que se merece.

—¿Cenamos juntos esta noche? —dijo Skerrit
guardando papeles en su maletín—. Estoy regresando a Londres mañana a primera
hora y no sé cuándo nos volveremos a ver.

—¿Dónde querés festejar?

El inglés dibujó una sonrisa cómplice.

—¿Tu mujer puede volver a hacer empanadas?

—¿Otra vez? —preguntó Obrea con una sonrisa—.
Dalo por hecho, veníte a casa a eso de las
19:30, así charlamos
un rato antes, dale.

El inglés se levantó satisfecho y salió de la
oficina de Obrea. En el umbral, se dio vuelta.

—¿De jumita?

—Jumita no, John: humita. Y sí, le digo que
haga de humita.

—Perfecto. Hasta la noche, entonces.

El inglés se fue contento por el pasillo.
Obrea levantó el teléfono para hablar con su mujer. Sabía que lo iba a matar
por avisarle el mismo día que tenía que hacer empanadas para su colega
británico. Y por más embajador que Obrea fuera, nada lo iba a salvar de la
descarga de insultos de su esposa: ciertas batallas nunca se ganan.

 

 

 

 

Sala de redacción del diario El Tribuno.

Juncal 841. Capital Federal.

Buenos Aires. Argentina

 

 

 

—¡Me importa un carajo! —gritó Serra, prosecretario de redacción
de El Tribuno, al periodista que tenía enfrente—. ¡Me importa una mierda si
tenés que quedarte hasta las cinco de la mañana, si tenés que hipotecar tu vida
privada o si tenés que vender tu alma al diablo! ¿me entendés? Si yo te digo
que tenés una fecha de cierre, es que tenés una fecha de cierre, y te la digo
para que la cumplas, no para que te cagues en ella. ¿Estamos?

Juan Patricio Wahrberg miró al piso y no dijo nada. Soportó la
andanada de insultos estoicamente. Daniel Leyva, su jefe de redacción, también
estaba en la sala y lo miraba con sorna. Sólo cuando hubo un silencio en los
gritos, Wahrberg intentó ensayar una respuesta.

—Serra… no es para tanto, es una investigación, y sabés que
está buena. A veces result…

—Sí, es buena pero para la edición del domingo, no para la del
lunes —lo interrumpió—. ¿Y cómo mierda me aseguro yo de que la competencia no
publica durante la semana todo lo que vos tenés ahora? Lo más probable es que
para el domingo que viene toda la investigación te la metas bien en el culo.
No, mejor dicho: que el director del diario me la meta bien en el culo a mí.
Eso sí: después me la saco y te la meto en el culo a vos, pero a patadas.

—Yo te aseguro que la info que tenés ahí —dijo Wahrberg
señalando su informe— el domingo que viene sigue sin haber salido en ningún
lado.

—Vos no me asegurás un carajo, Patricio. Te pido un favor:
tómatelas y cerrá la puerta.

—¿Me quedo en el diario o me voy a casa? —preguntó tímido el
periodista.

—¡¡Te quedás hasta que yo te diga que te vas, la gran puta!!

Patricio Wahrberg cerró despacio la puerta de la oficina.
Adentro quedaban Serra y Leyva, el jefe de redacción y responsable directo por
el desempeño de Wahrberg.

—Serra… ¿no te fuiste a la mierda con Wahrberg? —preguntó
Leyva mientras se masajeaba el cuello. Eran las horas finales del cierre del
diario y para ese momento, todos estaban cansados.

—Capaz que sí, ¿pero sabés qué es lo que me mata? Que el
pelotudo este probablemente es uno de los mejores investigadores que tenemos
¿entendés? Pero lo que tiene de olfato lo tiene de boludo ¿por qué me trae la
nota dos días después? ¿Dónde mierda se había metido? ¿No se da cuenta de que
tengo una pauta que llenar y que ya está armada, que me mete en un quilombo de
órdago a mi y a vos?

—¿En serio la vas a mandar el domingo que viene? La nota parece
posta: lavado de guita, figuras grosas… no sé, yo la mandaría ahora. Hablemos
con el taller a ver si aguantan un poco.

—Leyva ¿vos me estás cargando? —preguntó el malhumorado Serra—.
Por supuesto que la mando este domingo: ya hablé con el jefe de taller hace
media hora y aguantan a que le mandemos el pliego. Ni en pedo dejo que se me
enfríe la sopa una semana.

—¿Y todo el griterío que se comió Wahrberg?

—No es ni la mitad, ni un cuarto de lo que realmente lo hubiera
puteado si no me entregaba la nota a tiempo. ¿Sabés que pasa? Quiero que aprenda.
Wahrberg es bueno, ese tipo va a llegar más arriba que vos y que yo, pero
todavía tiene que entender una cosita o dos.

—Serra, sos más malo que la mierda —dijo Leyva negando con la
cabeza y una sonrisa..

Desde su escritorio en la redacción, Wahrberg vio como, entre
risas, Leyva dejaba la oficina de Serra y se acercaba para hablarle. Sabía
perfectamente lo que se venía: si no lo echaban, iba a estar muy cerca.

—Zafaste Patricio. Por esta vez, zafaste. Serra se rayó, pero no
mucho.

—¿No me rajan? —preguntó Wahrberg.

—No, no te rajan. Pero lo que quiero es que me traigas una
segunda parte. Quiero más merca como la que trajiste hoy.

—Jefe, vos sabés, yo sé, el mundo debería saber (pero
injustamente no lo sabe aún) que soy un capo. Pero no soy mago. Te traje un
material de aquellos sobre cómo y dónde sacan la guita afuera del país los
tipos que manejan Argentina. ¿Qué más querés? Perdón, ¿no? ¿No querés que te
entregue a mi hermana? O ya que estoy me investigo una cura para el cáncer,
total…

—Patricio —dijo Leyva mirándolo serio— no te hagás el pelotudo
porque te vas a quedar sin laburo en serio— amenazó levantando un dedo.

—Perdón, ok, ok.

—Lo que quiero que me traigas es qué se hace con la guita que
estos tipos sacan afuera. ¿La ponen en una caja de ahorro? ¿Compran dólares,
krugerrands, compran un terrenito del tamaño de un país, la timbean en la bolsa
de Nueva York? Quiero que me averigües todo eso. Si no sabés cómo empezar,
hablá con Martinelli, de Economía, para que te de una mano.

Wahrberg se quedó callado. ¿Cómo iba a conseguir la información
que le estaban pidiendo? No tenía idea. Pero lo que sí sabía era que había
llegado el momento de hablar en serio. Patricio Wahrberg tenía la extraña
capacidad de transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, de un chanta porteño
a un profesional implacable. Y el trabajo que tenía por delante le pedia
adoptar la segunda actitud.

—¿Cuánto tiempo hay, Leyva?

—Mirá, lo ideal sería que tengas todo en una semana, pero si
casi te tomaste un mes para la anterior, ponele 15 días para ésta.

—No llego. En quince días no te averiguo nada que valga la pena
publicar.

—Una semana más. Y arreglate.

—Tres semanas, entonces ¿estamos ok?

—En tres semanas te quiero de vuelta acá, con toda la info, bien
temprano, bañado, cagado y con los diarios leídos. Quiero que escribas todo el
día y me la entregues después de la reunión de sumario, a la tarde.

—Listo, quedamos así —dijo Wahrberg acomodando sus cosas en la
mochila mientras se preparaba para irse—. Una cosa más: ¿me dijiste que le
preguntara algo a Martinelli, el ratón de economía?

—El “ratón”, como le decís vos, tiene un posgrado en Harvard. Si
escribe acá es porque le gusta, no porque no pueda conseguir otro laburo mejor.
Más respeto con “el ratón”.

—Ok, no dije nada. Ahora lo busco —respondió Wahrberg levantando
las manos.

—Así me gusta más. Respetá algo alguna vez en la vida.

Wahrberg zigzagueó entre los escritorios yendo para la sección
de economía. Se llevó las manos a la boca haciendo campana y gritó para que
todos lo escucharan.

—¡Estoy buscando al ratón Martinelli! ¿Alguien lo vio? Si alguno
lo ve ¿le avisan que necesito una info? Díganle que si me sirve, le compro un
quesito todo para él.

Leyva se tapó la cara con las manos mientras, encogiéndose de
hombros.

 

 

 

 

 

Comunidad de Kaiettyn.

Distrito de Bilibinskii

Región Autónoma de Chukotka

Federación Rusa

 

 

Ciertos lugares son tan inhóspitos u olvidados por Dios que ni
siquiera llegan a tener un nombre propio, y el pueblo de Kaietyyn, se llama así
por el río que la recorre: el Kaietyyn. Aunque el término correcto no es pueblo
sino “obshchina” un concepto que describe a un grupo de gente –generalmente
parientes- que comparten una actividad común o una forma de vida, una especie
de cooperativa rural. En este caso, la obshchina Kaiettyn reunía a no más de
cien a ciento cincuenta chukchis; aunque ellos se llamaban a si mismos
L’auravetl’an -la gente verdadera- y pertenecían a
la misma etnia que los esquimales de Alaska, de los que sólo los separaba el
estrecho de Bering.

Durante años –sin importarle primero a los zares, al politburó
después, ni ahora al congreso ruso- vivieron en la misma zona, con las mismas
costumbres, sosteniéndose en base a la crianza de renos como ganado. Al igual
de que lo hizo su abuelo, lo hicieron sus padres y de cómo lo harían sus hijos,
Aleksandr Pananto, llevaba sus ciervos a pastar muy lejos de la baza
(base), como llamaban al caserío principal de la aldea. Pananto no llegaba a
los 30 años y todavía tenía fuerza para combatir el clima helado que, a veces,
podía llegar a los 40 grados bajo cero.

Durante años, no recordaba exactamente desde cuándo, la caseta
de material había estado cerrada con cadena y candado. Todos los veranos venía
un grupo de hombres enviados directamente por Moscú desde Anadyr, la capital de
la región de Chukotka, pero desde hacía un tiempo –tampoco recordaba
exactamente desde cuándo- no venía nadie y lo que fuera que hubiera adentro, no
tenía ningún mantenimiento. Y Pananto sabía muy bien que en Chukotka, gracias
al clima extremo, lo que no se cuidaba se lo llevaba el frío, la lluvia y la
nieve. Siempre había sido así. Siempre sería así.

Pananto miró a su alrededor y se aseguró una
vez más de que los renos no hubieran escapado y que estuvieran comiendo del
poco pasto que quedaba en la tundra.

¿Por qué no?

Primero asomó la cabeza, después metió el
cuerpo y finalmente entró a la caseta de apenas dos metros de alto por dos de
ancho y largo.

En el centro del refugio había una estructura
verde y metálica. Parecía un radiador ancho y corroído, con una chimenea en la
parte de arriba, sin embargo, la chimenea no era hueca sino que estaba tapada.
Pananto golpeó la estructura con su báculo y sonó a sólido. Lo que fuera, tenía
algo dentro. Curioso, se acerco un poco más y vio que la “chimenea” en realidad
tenía una tapa que estaba floja. La levantó despacio y con la ayuda de su vara.
Se acercó al borde del metal y no olió nada. Se acercó un paso más y miró
dentro de la estructura. Casi al borde de la chimenea había una bloque de metal
brillante. No más grande que una lata de conservas, el metal estaba en perfecto
estado de conservación. Aleksandr Pananto pocas veces había visto algo tan
bello en su rústica vida. Era como una gran bala de plata. Y estaba allí,
abandonada.

Apenas tubo necesidad de pensarlo. Sacó el
cilindro metálico de la estructura, lo guardó en su bolso de cuero y salió a
ver a sus renos. Por ahora tenía que pastar a las bestias, pero cuando llegara
a la baza todo el mundo iba a envidiar su hallazgo. No podía esperar
para verles las caras a los demás cuando lo mostrara.

Era lógico que por el frío, Aleksandr Pananto llevara puestos
unos gruesos guantes de cuero de reno. Fue por eso que no pudo sentir que el
metal plateado estaba un poco más que tibio. Y si bien el cuero pudo aislar su
piel del calor, de poco o nada le iba a servir después contra los 40.000 curies
de radiación a los que se estaba exponiendo.

Posted in Último vuelo del Condor | 2 Comments

2 Responses to Último vuelo del Condor: Prefacio y Capítulo 1

  1. Alekseyev Borodin says:

    Amigo !!!
    Como te dije en persona, celebro la “vuelta a las pistas”. El mundo no puede perderse esta novela…
    Eso si.. dejate de joder con la web 2.0, y saca el libro… que quiero copia dedicada….
    Abrazo
    A/

  2. Me gustó, me enganchó y al ser el primer capítulo, creo que el objetivo se cumplió…Me dieron ganas de seguir leyendo y eso que leer de acá no es lo mismo que un libro, por más que el mundo cibernético me trate de convencer de ello!

    Muy buen relato, Ramiro!!! Espero la segunda parte, está en Taringa?

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