Capítulo 2
Embajada Británica en Argentina
Dr. Luis Agote 2412. Ciudad autónoma de Buenos
Aires.
República Argentina.
El embajador Miguel Obrea se sentía satisfecho. No sólo el
Ministro de Relaciones Exteriores había aprobado el acuerdo con los ingleses
sin tocarle una coma, sino que además le habían asignado ultimar los detalles
con el agregado militar de la embajada británica.
Obrea dejó la Cancillería, en las esquina de
las calles Esmeralda y Arenales y tomó un taxi hasta la sede de la embajada británica
en Buenos Aires, en la calle Dr. Luis Agote al 2412. Pocos minutos después
estaba sentado frente al agregado militar inglés, el coronel Philip Wakeman de
la Royal Army. Hacía poco que Wakeman había pasado los 50 años y la agregaduría
militar en Buenos Aires era la manera ideal de terminar una carrera que a todas
luces había sido perfecta. Desde que se graduó en la Royal Military Academy en
Sandhurst hasta la capital de Argentina, había sido una larga jornada. Y en
muchas oportunidades, con destinos que lo habían llevado fuera del Reino Unido.
Y ya estaba cansado. Wakeman quería retirarse con honores, con la satisfacción
de haber hecho bien el trabajo y pasar el resto de sus días viendo crecer a sus
ocho nietos.
Junto al coronel se encontraba Skerrit, que
había vuelto a Buenos Aires sólo para esta reunión y asistía complacido a la
charla del militar y del diplomático argentino.
—Before we start our conversation, coronel,
le agradezco la prontitud para hacer un lugar en su agenda y discutir el
itinerario de nuestros hombres en las islas —dijo el argentino en el perfecto
inglés que sólo se obtiene en los mejores colegios porteños.
—Por favor, embajador Obrea —respondió el
militar—, es en el mejor interés tanto de mi gobierno como el del suyo, que
podamos ultimar detalles lo antes posible. Y además, usted no tenía a Skerrit
mordiéndole los talones para acelerar las cosas.
El militar miró de reojo al diplomático inglés
que se removió incomodo en el sillón. Tal vez había ejercido más presión de la
que debería, pero así era su estilo.
—Esta sería nuestra propuesta— dijo Obrea
mientras repartía sendas carpetas a Skerrit y al coronel Wakeman—. Simple y
concreto: un contingente formado por cinco oficiales y treinta suboficiales de
la Fuerza Aérea Argentina despegan en un avión de transporte propio desde
Comodoro Rivadavia. Alrededor de una hora después, al atardecer, llegan a las
islas, aterrizando en la base aérea de Mount Pleasant. Cena de camaradería con
personal de la Royal Air Force. Al día siguiente, a primera hora, el
contingente argentino parte en dos buses rumbo al cementerio militar de Darwin,
allí se lleva a cabo una misa y la ceremonia militar correspondiente. Regreso a
Stanley, almuerzo despedida en la base de la RAF y regreso a Comodoro
Rivadavia. ¿Comentarios, caballeros?
Los ingleses revisaron atentos el cronograma
que el argentino proponía. El primero en preguntar fue el militar británico.
—¿No son demasiados almuerzos de camaradería?
Después de todo, buena parte de los hombres que van a ir allí son ex-combatientes
y por otro lado, no creo que todos hablen inglés ¿o sí?
Miguel Obrea entrecruzó las manos sobre la
mesa y explicó pausado.
—La respuesta a su comentario tiene dos
partes, coronel. Por un lado: sí, la mayoría de la gente que va a ir a las islas
es ex combatiente. Y por el otro, tiene razón: la gran mayoría no pasa de “yes”
y con suerte un “good morning”. ¿Por casualidad su personal de la RAF no habla
español? —retrucó rápido el diplomático argentino.
—Ni mi gente habla español ni la suya inglés.
¿Qué tal si reducimos la “camaradería” a sólo una cena la primera noche. Tal
vez se pueda realizar el vuelo de regreso al volver del cementerio.
Lo que el militar pedía no estaba fuera de la
lógica y era un cambio menor por el que Obrea no iba a oponer ninguna
resistencia.
—Independientemente de esto —agregó Skerrit—
creo que tendríamos que nombrar al menos una suerte de “jefe de delegación” por
cada una de las partes. Por nuestra parte, propongo al Wing Commander
Alan Carter —dijo sacando una pequeña ficha del interior de su carpeta—.
Actualmente está a cargo del Mount Pleasant Airfield (MPA). Habla
español a la perfección. Su destino anterior fue la base de la RAF en
Gibraltar. Very good old chap.
—Bien —dijo Obrea consultando sus papeles—
como contrapartida, entonces, les propongo al comodoro Martín Seler. Actual
jefe del Grupo 3 de Ataque en la III Brigada Aérea. Idioma inglés impecable, ex
combatiente, licenciado en Relaciones Internacionales… nuestro hombre, diría.
—Perfecto, entonces —dijo el coronel Wakeman
mientras se ponía de pie—. No creo que haya mucho más que podamos hacer desde
aquí ¿no? Ahora todo depende de la buena voluntad de las partes y de cómo
puedan manejarse en el momento, pero creo que el espíritu y el lineamiento de
toda la visita está bastante claro.
—Hoy mismo les envío una nota diplomática con
el “scheddule” final y oficial —dijo Obrea mientras guardaba sus papeles en su
portafolios—. Creo, caballeros, que no queda nada más por arreglar.
—Una cosa más —dijo Skerrit sonriendo.
—No John. Otra vez no.
—Sí Miguel: tenemos que festejar —dijo el
inglés con sonrisa infantil.
—Pero esta vez vamos afuera, si le aviso a mi
mujer ahora, te aseguro que estalla la 3ra guerra mundial.
—Ahhhh… ¡jumita!
—¿Eh… qué es “jumita”? —preguntó el coronel
Wakeman.
—Empanadas, coronel. Esta noche los voy a
invitar a comer empanadas. Y no es “jumita”, John: es humita, hu-mi-ta. La
hache no se pronuncia —dijo Obrea riendo.
—¿Jumita? —preguntó el coronel Wakeman sin
entender mientras Skerrit estallaba en una carcajada.
Base de la III Brigada Aérea. Grupo 3 de
Ataque.
Fuerza Aérea Argentina. Reconquista.
Provincia de Santa Fe. Argentina
Apenas habían pasado las seis de la mañana cuando el comodoro
Martín Seler fue directamente al bar del grupo aéreo del Grupo III de Ataque.
Como siempre, Julio, el mozo lo esperaba limpiando un mostrador de metal que
contrastaba como una patada en los dientes con el resto de los muebles de
algarrobo que formaban el bar.
—¿Qué se va a servir, comodoro? ¿Lo de siempre? —preguntó el
barman/mozo.
La mañana era fría y despejada, un café con leche no iba a estar
de más. Tenía por delante un vuelo largo, con varias corridas de bombardeo.
Si bien Seler era comodoro y no tenía ni la obligación ni la
necesidad de seguir volando, una de las razones por las que había rechazado
alguna promoción era para poder seguir estando cerca de el lugar que más amaba:
el aire.
Seler se sentó en una de las mesas. Julio, sin mediar palabra,
le alcanzó la taza gastada con el café con leche y lo dejó pensar en la
navegación que tendría que calcular.
—¿Acá no hay ningún piloto de verdad, che? –resonó en el
barcito.
La pregunta tenía iguales componentes de sorna como de saludo
afectuoso. Parte del complicado código de los pilotos.
Parado en la puerta del bar, con su buzo de vuelo y su pañuelo
puesto, estaba Edgardo Tamemi, comodoro también como Seler, pero piloteando
otro “sistema de armas” como llaman en la fuerza aérea a los aviones. Mientras
que Seler toda su vida voló en IA-58 Pucará, un avión turbohélice, Tameni era
piloto de Dagger, una versión israelí del avión a reacción francés Mirage.
—Acá hay pilotos de verdad —respondió Seler sin levantar la
vista de la taza—. Lo que no hay son pilotos “sopleteros”.
—¿Y vos no sabías que hay que ser muy macho para volar un
soplete en vez de un ventilador? Digo, porque me contaron que un pibe en
bicicleta va más rápido que un coso de esos —dijo Tameni acercándose a la mesa
y señalando con la cabeza en dirección de los Pucará.
—Fijate que a mi me dijeron que los machos en serio volaban en
Pucará y que todos los demás… se quedaban con las ganas —retrucó Seler sin
mirar.
Tameni se sentó en la mesa frente a su colega piloto. Lo miró a
los ojos y se le acercó.
—Entonces vamos a tener que volar una de esas vergas y ver si lo
que dicen es cierto.
—Y.. vamos a tener, vamos a tener —Seler no dijo más nada.
Julio, el mozo, escuchaba el duelo sin entender mucho, sin comprender si estaba
a punto de ver a los dos oficiales matarse a golpes o empezar a reírse.
—Tameni, y la reputa madre que te parió ¿por qué no me aviste
que ibas a venir? —y dicho de esto, los dos se pusieron de pie y se dieron un
abrazo.
Julio volvió a lustrar el mostrador con una sonrisa de alivio.
—Te quería dar la sorpresa, a ver qué cara ponías. Pero sos de
piedra, turro, no se te movió un pelo.
—Es que soy piloto de Pucará, no de soplete.
—Agarrame un huevo.
—Si tuvieras…
—Che, va en serio lo del vuelo. Varias veces me prometiste que
me ibas a llevar a andar en esa carreta. Y mirá como me vine –dijo Tameni
señalando el buzo de vuelo—. Estoy hecho una pinturita.
—¿Y vos podés volar en “Puca” sin traje anti-g?
La pregunta de Seler no era casual. Los aviones a reacción, como
el Skyhawk o el Mirage/Dagger hacían sentir al piloto, según la maniobra que
efectuaran, varias veces la gravedad terrestre. Un pozo de aire, por ejemplo,
seria –1g, mientras que la parte más baja antes de volver a subir en una
montaña rusa, pueden ser 2g. Un piloto de combate, soporta oscilaciones entre
–3g y 6g. Para evitar la perdida de conocimiento, se usan trajes “anti-g”, que
se inflan o desinflan, según el caso, evitando que la sangre se vaya del
cerebro y provoque un desmayo. En el caso de un avión a reacción era
absolutamente necesario, en el caso de un Pucará, no tenía razón de ser.
—Campeón, para volar en un ventilador no hace falta el traje. O
a lo mejor ustedes son tan maricones que se marean muy fácil —dijo socarrón.
Seler se apuró a terminar el café con leche, se puso de pie y se
limitó a un “vamos”.
Como este era un vuelo especial, la clásica rutina de pasar por
la reunión previa al vuelo con el resto de la escuadrilla, hacer la navegación
–los pilotos lo llamaban “trazar la colorada” a raíz del lápiz graso con el que
usaban una y otra vez los mismos mapas- no iba a ser necesario. Por lo tanto,
pasaron directamente a la sala de equipo, donde a ambos pilotos les dieron sus
equipos de vuelo. A Tameni le dieron un casco y máscara “para invitados”,
mientras que Seler recibió el casco que tenía su indicativo, Drago, marcado en
letras rojas en el frente. Allí mismo se ajustaron y revisaron el equipo de
supervivencia y las perneras, que les empujarían las piernas contra el asiento
en caso de una eyección.
Los mecánicos y armeros tenían listo el Pucará para que Seler lo
volara. Ambos hombres se subieron al avión y los mecánicos los ayudaron a
“atarse”, como usualmente llamaban a ajustar el correaje del asiento eyector.
El último paso fue comprobar que la hebilla central que iba sobre el pecho, el
“alfajor”, tuviera todos los ganchos trabados.
Dos mecánicos activaron el Hobart / APU (Auxiliary Power Unit o
unidad que brinda energía al avión para que arranque cuando está en tierra).
Seler comprobó los tanques y bombas de combustible, que el
selector Tierra-Vuelo estuviera en “Tierra” y el selector de arranque en modo
“Marcha”. Sintió como el motor derecho comenzaba a vivir y respiró satisfecho,
aumentando la potencia al 90 por ciento.
El panel de instrumentos cobró vida y los paneles de módulos,
que los pilotos llamaban “el árbol de navidad”, hizo los consabidos bips a
medida que se activaban los diferentes sistemas.
Atrás, el comodoro Tameni miraba atento la maniobra. Seler
siguió el mismo procedimiento con el motor izquierdo y sincronizó las
revoluciones de ambos hasta que sólo se escuchaba uno solo rugido de los dos
motores turbohélice Turbomeca Aztazou XVIG de 965 caballos de fuerza cada uno.
Los mecánicos retiraron las calzas, esas pequeñas trabas que
evitan que el avión ruede libremente y Seler hizo un gesto con las manos, indicando
a los mecánicos que desconecten la unidad Hobart.
Mientras Drago Seler -ya en ese momento pasaba a ser conocido
por su indicativo de “Drago”- revisaba el estado de generadores, inversores,
flaps, horizonte artificial y oxigeno, conectó el VHF y NAV, lo que le permitía
comunicarse con la torre de control.
—Reconquista, Drago —anunció Seler.
—Prosiga, Drago —respondió la torre.
—El Drago hace rodaje a cabecera según plan de vuelo.
—Dago autorizado su rodaje a cabecera cero-nueve, 1025 el QNH y
viento de uno-cero, cinco nudos.
—1025, Dago —confirmó Seler. El QNH era la altura a la que debía
calibrar el altímetro para saber que, en ese momento y con la presión de esa
hora, el suelo se encontraría exactamente donde se suponía que debía estar. Que
estuviera por debajo de lo esperado era incómodo, pero que estuviera por arriba
solía ser fatal.
—Che ¿esto siempre hace este ruido a camioneta o en algún
momento hace ruido a avión? —preguntó Tamene por el circuito interno de radio.
—Ahora no me jodas, Tamene. Vas a ver en un rato.
Seler llevó su avión al borde del ingreso a la pista de despegue
y volvió a contactar a la torre.
—Reconquista, Drago. Ingreso y posición.
—Autorizado, Drago posición. Viento de uno-cero, cinco nudos
—respondió la torre.
Seler puso el avión en la punta de la pista y mientras aceleraba
los motores al máximo con el freno puesto, preguntó.
—Reconquista, Drago. Despegue.
—Autoriza, Drago. Viento de uno-cero, cinco nudos.
Dicho esto, Martín “Drago” Seler soltó los frenos del avión que
se lanzó a carretear por la pista hasta llegar a los 105 nudos de velocidad. Ya
en el aire, subió el tren de aterrizaje, los flaps, cortó la inyección de agua
y apagó los faros.
—¿Y Tamene, qué te parece? —preguntó Seler mientras ascendía de
la forma más perpendicular al suelo que fuera posible.
—Acá atrás me estoy durmiendo, viejo.
—¿Ah, sí? —dicho esto, Seler comenzó con un catálogo de las
mejores maniobras que el Pucará podía hacer. Vuelos invertidos, tirabuzones,
vuelo rasante. Por cada maniobra –que llevaba al avión al borde de sus márgenes
operativos, Tamene preguntaba:
—¿Y este bicho no vuela?
Cansado Seler desafió:
—Ahora vas a ver lo que es la gran Drago, la puta madre.
Dicho esto, Seler llevó al Pucará a casi los
metros
—Che, Seler ¿querés ver cómo es volar alto en serio, por eso
subimos tanto?
—Es que vas a conocer “la
gran Drago”.
—¿Y cómo es “la gran Drago”?
Los motores del avión, al tener menos oxigeno, empezaban a
fallar. Esto era la señal para que Seler dejara de ascender y pusiera el avión
en picada. La trompa empezó a bajar hasta que finalmente el Pucará quedó
mirando el suelo y empezó a perder altura y acelerar.
—Ah…. ¿también puede bajar? —preguntó Tamene.
—Vos esperá.
A medida que el Pucará iba perdiendo altura iba ganando cada vez
más velocidad. Primero llegó a los
km
por hora, que es la velocidad de crucero del avión. Mientras tanto, el piso se
iba acercando cada vez más.
—¿Qué hacés, boludo? —preguntó Tamene.
—La gran Seler. Vos agarrate —respondió Drago mientras tomaba
con las dos manos el bastón de vuelo.
Continúaba la picada. Ya habían superado los
km
por hora. Los motores empezaban a salirse de sincronización y el avión empezaba
a vibrar como sacudido por un gigante.
—¡Boludo, dejate de joder que nos vamos a hacer mierda! —la voz
de Tamene ya no sonaba tan tranquila.
La máxima velocidad que el Pucará soportaba en picada eran
km
por hora. El velocímetro ya marcaba 800.
—La gran Drago —fue toda la respuesta.
—¡Pará, dale!
Ya habían llegado a los 875, 880, 890…
—Un poco más, un poco más —dijo Seler.
—¡Subí, imbécil, subí! —gritaba aterrado Tamene.
Él pitot, el sensor de la velocidad de aire, se desprendió del
cuerpo de la avión como si fuera de papel. Por la diferencia de presión, el
vidrio del velocímetro implotó. Marcaba
km
por hora.
Era suficiente. Ahora lo difícil era sacar el avión de semejante
picada. Por el circuito interno, Seler escuchaba la respiración agitada y
nerviosa de su pasajero. Bien. Más que bien.
Cuando Seler tiró hacía arriba del bastón de vuelo y
automáticamente vio todo negro. De reflejos rápidos, soltó la palanca y el
avión retomó la picada. Tenía que apelar a todo lo que tenía para soportar la
maniobra y no desmayarse en el proceso. Con las dos manos tomó la palanca y
gritó con toda la fuerza de sus pulmones: eso iba a lograr que se le hinchara
el cuello y que no se drenara toda la sangre del cerebro.
—¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhrg!!
El Pucará vibraba como lavarropas puesto a centrifugar. Seler sentía
que un gigante lo aplastaba contra el duro asiento del avión y mientras que la
cara se deformaba en una mueca grotesca resultado de la aceleración, la máscara
de oxígeno se le incrustaba hasta lo imposible. Sólo veía un túnel negro, y al
final de ese túnel, un circulo verde. Luchaba para no desmayarse. Sabía que
tenía que empujar y gritar hasta que el circulo verde no fuera más verde, el
circulo tenía que ser azul. Verde, verde, verde, la visión cada vez más negra,
el final del túnel cada vez más chico. Ya no escuchaba los motores, sólo estaba
él y el final del túnel. ¿Era verde o azul? Era azul, el final del túnel era
azul.
A medida que el avión iba recuperando la horizontalidad, la boca
del túnel se fue abriendo y Seler fue recuperando la visión. Para asegurarse
que tenía sangre en la cabeza, hizo un tonel y se puso boca abajo por unos
segundos.
Estaba empapado de sudor. Sabía que lo que había hecho era una
imprudencia, pero eso le iba a enseñar a Tamene a no joder con el Puca.
—¡Tamene! —dijo en voz alta.
La caída en picada y el casi desmayo lo había preocupado de tal
manera que se había olvidado de su pasajero.
—Tamene ¿estás ahí?
—….
—Tamene, no te hagas el boludo, ¿estás bien?
—….aaaarghh…..
Seler apuntó directamente a la pista de la base Reconquista.
—Reconquista, Drago. Para incorporarme a inicial directa de
cero-nueve.
—Ok, autorizado. 1025 el QNH y viento de uno-cero, cinco nudos.
Vuelva inicial de cero-nueve.
Seler llevó al avión hasta la cabecera de la pista, lo hizo
tocar tierra y lo dejó carretear la menor distancia posible. Tamene lo
preocupaba.
—Dago inicial, aterrizaje individual.
-Autorizado Dago, vuelva en básica —respondió la torre.
Cuando llegó la zona de hangares, desconectó todos los sistemas
lo más rápidamente que pudo. De un golpe se aflojó el “alfajor” y destrabó y
abrió la cabina y miró en asiento de atrás. Lo que vio no era bueno: Tamene
estaba desmayado y con la cara roja como si estuviera a punto de explotar.
Inmediatamente llegó un equipo de enfermeros y bajó al piloto descompuesto.
Tapella, uno de los mecánicos con más experiencia, miró el
interior de la cabina y la condición física en la que bajó uno de los pilotos y
le preguntó a Seler con tono de pocos amigos.
—¿Qué le hizo a mi avión, comodoro?
—Nada ¿por qué?… ah, lo del pitot… se ve que se salió,
estaría flojo o algo.
—Comodoro, el velocímetro marca
kilómetros
—Y… se ve que estaba mal.
—Se ve que sí. Voy a mirar el avión y después hablamos, ¿le
parece comodoro?
—Bueno, Tapella. Cuando quiera. —respondió Seler con el tono de
un chico que sabía que lo iban a retar.
Acompañó a Tamene a la enfermería, donde le dijeron que lo que
tenía no era nada grave, que era una descompensación por presión. Con unas
horas de reposo iba a estar bien.
Satisfecho, Seler se acercó a la camilla donde estaba acostado
Tamene. Sin que los demás lo escucharan, le dijo bajito y al oído:
—Los sopleteros usan traje “anti-g”, los pucarareros se la
bancan.
Comunidad de Kaiettyn.
Distrito de Bilibinskii
Región Autónoma de Chukotka
Federación Rusa
Aleksandr Pananto se sentía muy mal. Era raro
que se enfermara, pero no imposible. Ayer había llevado a los renos a pastar y
no iba a pasar nada si por un día o dos comían forraje. Vomitaba hasta el agua
que tomaba y la fiebre no bajaba a pesar de las aspirinas que le habían dado.
Daria Kutynkeva y Aleksandr eran novios desde
el invierno pasado. Si todo salía bien, se casarían cuando llegara la
primavera. Y la vida de Daria, hasta ahora, había sido tranquila y sin
sobresaltos. Sin embargo, en este momento estaba asustada. Nunca había visto a
Aleksandr tan enfermo. Y no era el único. Varios miembros de la obshchina se
sentían tan mal como su novio. Lo último que necesitaban en Kaiettyn era una
epidemia.
Aleksandr Pananto se revolvió inquieto en el
camastro de pieles. A pesar de la bajísima temperatura tenía el cuerpo empapado
en el sudor de la fiebre.
—Shhhhhhhh… –lo calmó Daria mientras le
pasaba por la frente un paño con hielo.
La fiebre era altísima y no bajaba. Daria
estaba muy preocupada. Mientras ponía un nuevo hielo en el paño miró el
cilindro metálico que Aleksandr había traído a la baza hacía unos días.
Se preguntó como sería que se mantiene tibio. ¿Tendría fuego adentro? La
respuesta, curiosamente, no era muy diferente.
Pananto se había topado con la fuente de
energía de una serie de radiofaros para navegación aérea y dispersos a lo largo
de la tundra siberiana. Teóricamente, tenían que tener un mantenimiento anual.
En el pasado, varias veces Pananto había visto a los técnicos. Pero desde la
caída de la Unión Soviética, muchas cosas se dejaron de hacer. Y el
mantenimiento de un generador radiotérmico era una de ellas.
Lo que Aleksandr había encontrado, era una
masa sólida de estroncio-90, el núcleo radioactivo del generador. La radiación
que el material emitía era suficiente para matar a una persona en pocos días.
Y eventualmente mataría a casi los ciento
cincuenta hombres, mujeres y niños chukchis de Kaiettyn. Aleksandr Pananto
sería el primero, pocos días después le seguiría su novia, luego sus padres y
uno por uno, morirían casi todos los habitantes de la aldea entre mareos,
náuseas, vómitos y las llagas que les provocaría la radiación.
Una semana después, en la obshchina de
Kaiettyn sólo se escuchaba el silencio de la nieve: todos estaban moribundos o
habían muerto
Plataforma petrolera offshore Odín Måke
Afueras de Stavanger.
Mar del norte. Noruega.
Niels Hagen confirmó una vez más que los dos
barcos remolcadores hubieran ajustado las cuerdas de acero que remolcarían a la
plataforma Odín Måke hasta su destino final en el Atlántico Sur.
Una plataforma nunca hace exploraciones o
perforaciones por su cuenta y orden sino que es contratada por las grandes
compañías petroleras mundiales como Shell, Exxon o BP-Amoco.
En este viaje, la Odín se encargaría de
perforar el primer pozo para la British Energy Consortium (conocida como la
BEC). Durante los 75 días que duraría el remolque desde el Mar del Norte hasta
las Islas Malvinas, Morten Amundsen sería el “company man”, es decir, el responsable
de representar los intereses de la compañía que había contratado el servicio de
la Odín.
Por lo general, las relaciones entre el Offshore
Installation Manager (OIM) y el representante de la petrolera no eran de lo
más cordiales. Y era lógico que fuera así: el primero tenía presente, ante
todo, la seguridad de toda la operación, de sus hombres y su equipo; el segundo
anteponía los costos y la rentabilidad.
Amundsen nunca había representado a la BEC en
alta mar, de hecho, era su primera experiencia de este tipo. Sin embargo, esto
no lo hacía menos soberbio y petulante. Ya habían llegado a oídos de Hagen
varias quejas por parte de la tripulación sobre comentarios desafortunados o
pedidos injustificados por parte de Amundsen aún antes de embarcar. Y en todos
los casos había convencido a su gente de que debían darle tiempo para
adaptarse, que no era fácil la vida a bordo de una plataforma petrolera. Sin
embargo, Hansen tenía de antemano la más absoluta convicción de que Morten
Amundsen era un perfecto idiota y que merecía que lo usaran de lastre a varios
metros de profundidad, pero parte de su responsabilidad consistía en hacer que
las cosas funcionaran debidamente. Y eso incluía no moler a golpes al
representante de la compañía. El sonido del helicóptero de transporte sacó de
sus pensamientos a Hagen. El burócrata invitado debía estar llegando.
Morten Amundsen nunca fue un hombre proclive a
la vida al aire libre. Prefería la comodidad de su casa en Oslo, los viajes a
Londres en clase ejecutiva o –en último término- el sillón de su oficina. Pero
sabía que si quería seguir haciendo carrera en la BEC, la experiencia offshore
era una condición sine qua non. Al menos eso es lo que le había dicho su
jefe cuando le asignó esta tarea espantosa. Nada había sido agradable. Morten
había llegado al pequeño aeropuerto de Stavanger con el tiempo exacto y de
riguroso saco y corbata. No solo lo obligaron a ver un video de seguridad en
caso de que el helicóptero de transporte se cayera –odiaba volar-, sino que
también le hicieron poner de supervivencia para aguas heladas y un par de
tapones para los oídos. Si haberlo vestido como un pato naranja no hubiera sido
suficiente humillación, antes de abordar el helicóptero lo palparon para
asegurarse de que no estaba transportando armas, alcohol, encendedores o
fósforos a la Odín. Al menos el viaje de media hora estaba llegando a su fin:
el helicóptero se acercaba al helipuerto de la plataforma.
Hagen se acercó a recibir a Amundsen pocos
segundos después de que la nave se hubiera posado sobre la cubierta de la
plataforma. Cuando la puerta del transporte se abrió, Hagen vio como el
hombrecito de la BEC bajaba con paso rápido.
—¡Niels Hagen! —gritó el noruego sobre el
rugido de las aspas mientras ofrecía su mano—. ¡Soy el OIM de la Odín,
bienvenido a bordo!
Amundsen, de poco más de un metro sesenta
parecía un pitufo al lado de Hagen. Y tal vez fue eso lo que cooperó a que
Amundsen lo odiara desde el mismo momento en que lo vió.
Los dos se alejaron del helipuerto y pasaron a
la zona interior de la plataforma. Poco después estaban en el camarote del
representante de la compañía. Morten se sacó como pudo el mameluco naranja y
mientras se ajustaba la arrugada corbata mirándose al espejo, empezó a hablar.
—Soy Morten Amundsen —dijo el representante de
la BEC sin dar la mano—. Seamos claros y concretos: como usted sabe, mi función
es velar por los intereses de mi compañía a lo largo del trayecto y en la zona
de exploración. Su función es llevar este armatoste hasta el atlántico sur y
hacer que encuentre petróleo. Si usted hace bien su trabajo, yo podré hacer
bien el mío y ninguno de los dos tendrá problemas ¿simple, verdad?
Hagen contuvo las ganas de pegarle. Se limitó
a mirarlo fijo y decirle con su voz más neutra.
—Primero: sobre la cama tiene su casco,
antiparras y mameluco. Es obligatorio usar las tres cosas en todo momento que
abandone esta habitación. Segundo: no es el primer viaje que hago y si Dios lo
permite, no será el último. Tercero: no sabía que BEC fuera suya. Cuarto: si no
lo sabe, la Odín sí es mía. Quinto: mientras esté a bordo hará lo que yo diga,
cuándo yo lo diga. Cuando hable con BEC podrá protestar todo lo que quiera,
pero mientras tanto, yo soy la máxima autoridad. Sexto: no hable con mis
hombres a menos que sea estrictamente necesario, si tiene algo que decir,
dígamelo a mi. ¿Simple, verdad?
Hagen salió del camarote y cerró la escotilla
de un portazo. Caminó hasta sentir que el aire del mar le llenaba los pulmones
y trató de tranquilizarse.
Este, sin duda, iba a ser uno de esos viajes
difíciles de olvidar.
Base de la III Brigada Aérea. Grupo 3 de
Ataque.
Fuerza Aérea Argentina. Reconquista.
Provincia de Santa Fe. Argentina
El comodoro Martín Seler miró fijo el papel que tenía entre
manos. Las instrucciones eran claras. En menos de dos meses tenía que ubicar a
los mecánicos y armeros con los que peleó en Malvinas, en
A
su equipo. Hacía ya más de 20 años desde aquel conflicto y apenas un poco menos
desde que se vio por últimas vez con algunos. No es que se hubiera peleado,
pero simplemente, con los años, la gente deja de verse. Incluso después de
haber compartido una guerra. Sabía que algunas de las personas junto con las
que había combatido seguían en la fuerza. En 1982, él mismo era un teniente y
hoy era un comodoro, por lo que los cabos o cabos primeros debían ser
suboficiales ayudantes o principales. Y de aquellos que se habían ido, en algún
lado debía haber un dato. Los iba a encontrar, no cabía duda.
Seler se puso de pie, se acercó a la ventana y miró sin mirar la
hilera de aviones IA-58 Pucará bajo su comando. Suspiró hondo. Volver a las
islas. ¡Cuántas veces había soñado con lo mismo! No es que las Malvinas fueran
un lugar agradable, de hecho, eran bastante feas. Pero la sensación que a uno
lo “echen” de cualquier lado es bastante horrible. Y eso es lo que el comodoro
Seler sentía: lo habían echado de las islas. Y ahora lo invitaban a volver. No
como enemigo, sino como amigo. No para pelear, sino para rendir homenaje a
aquellos que habían peleado con él.
En la guerra había volado un Pucará, hoy dirigía el Grupo 3 de
Ataque de la III Brigada Aérea.
No era el mismo de antes, pero los sentimientos no habían
cambiado. Probablemente él no hubiera elegido recuperar las islas militarmente,
pero era para lo que se había entrenado. En esa época era un teniente lleno de
energía, de heroísmo y de inconciencia. Hoy era más cínico, más descreído.
Puede ser que, incluso, un poco más amargo. Pero algo no había cambiado: Seler
seguía creyendo con todo su corazón que las Islas Malvinas eran argentinas. Sus
compañeros habían dado su sangre por esa idea. Y él mismo estuvo dispuesto a
hacer lo mismo. Basta. Tenía una tarea por delante y poco tiempo para
cumplirla. Reunir el equipo de gente con el que había peleado para volver allá
y rendir homenaje a los caídos.
El comodoro levantó el teléfono que lo comunicaba con su
asistente.
—Marini, necesito que me consiga los datos de las siguientes
personas. Algunas pueden estar en la fuerza, otras no. Y lo necesito rápido.
Son todas personas que estuvieron conmigo en las islas en el 82. Anote los
grados que tenían en ese momento y averigüe ¿estamos? Son cuatro, los cabos
Abel Saldaña y Héctor Rivero y los cabos primeros Luis Torres y Néstor
Franchini. Sé que Franchini hoy es suboficial principal en el Edificio Cóndor,
en Buenos Aires, pero de los demás no tengo idea dónde pueden estar. ¿Me avisa
en cuanto lo tenga?
El cabo principal Marini no tenía la más remota idea de cómo iba
a hacer para encontrar a esa gente, pero sí sabía que si lo llegaba a decir, la
iba a pasar muy mal.
—Comprendido, comodoro. Ya mismo me pongo y cualquier cosita le
aviso —mintió el cabo. Ah, una cosa más. Me llamó el suboficial auxiliar
Tapella, me dijo que el avión soportó más de 7g y que se volaron once de los
veintidós bulones de las alas. Que no se mató porque alguien más arriba lo
quiere mucho. Me dijo más cosas, pero que yo ne le puedo repetir, señor. Pero
bueno, yo me ocupo de las listas y cualquier cosita le aviso.
Seler colgó el teléfono mientras se reía para si. Cuando Marini
decía “cualquier cosita le aviso” es que no tenía la más remota idea de qué
hacer. Pero siempre se las rebuscaba.
El comodoro revisó una vez más el papel que tenía entre manos:
además del viejo equipo de armeros y mecánicos, estaba autorizado a llevar a 4
oficiales y 26 suboficiales que recién hubieran empezado la carrera. De momento
no se le ocurría ningún nombre, pero como había tiempo, dos meses, no se
preocupó.
Seler
salió de la base y camino a su casa llamó a su mujer. No sabía cuál podía ser
la reacción que ella iba a tener, pero de todos modos quería compartir la
noticia: después de más de 20 años volvía a las islas.
Hospital Regional de Anadyr
Anadyr. Región Autónoma de Chukotka
Federación Rusa
El ingeniero Néstor Morales no podía creer la mala suerte que
tenía. No solo era malo romperse una pierna en el medio de la nada: peor era
estar en un hospital en el medio de la nada. Y el Hospital Regional de Anadyr
era exactamente eso: un hospital mal equipado en el medio de la nada.
—¡Soy un Boludo, soy un boludo, soy un boludo! —se repetía a si
mismo como un mantra mientras se miraba la tibia derecha, doblada en un ángulo
grotesco. Morales había llegado a Rusia hacía menos de una semana como
ingeniero supervisor de la Southern Cross Petroleum Corporation, la compañía
del Holding Solanet que se encargaba de la perforación de pozos exploratorios.
Southern Cross había conseguido dos concesiones en la zona y –al menos en
teoría, ahora ya no lo sabía- Néstor Morales era el encargado de manejar toda
la operación.
El doctor, el único del lugar, entró a mirar la pierna de
Morales. Lo habían traído con un helicóptero desde el pozo petrolero hasta la
puerta misma del hospital y no había pasado media hora desde que se tropezara
con una tubería y se partiera la pierna como una rama seca.
—Bien…. —dijo en inglés con fuerte acento el doctor Serguei
Ivanovich tocando la pierna— la inflamación está bajando. Le vamos a dar un
calmante y en una hora o dos le vamos a poner un yeso.
—¿¡¡¡Una hora o dos!!!? ¡Es solamente un yeso, no una operación
a corazón abierto! —se quejó el argentino.
—Lo entiendo, yo en su lugar diría lo mismo. Pero soy el único
médico en todo el hospital y en este momento están llegando doce pacientes más.
Los calmantes que le inyectaron van a impedir que sienta dolor alguno por unas
horas. Le pido disculpas, pero no puedo hacer otra cosa.
Dicho esto, el doctor Ivanovich salió de la pequeña salita
donde, con la pierna apenas entablillada, Morales esperaba sentado en una silla
de ruedas.
—¡Y me cago en la puta madre que me parió, en Rusia, en Lenin,
en Marx y en la concha de la lora! —dijo en voz alta con la certeza de que
nadie lo iba a entender. Por lo menos, la pierna no le dolía, no por ahora. Y
mejor que se tomara con calma todo el asunto, porque aunque le pusieran el yeso
en cinco minutos, no tenía forma de salir de Anadyr. El aeropuerto Ugolny solo
recibía vuelos de la Domodedovo, la línea aérea estatal de Chukotka, dos veces
por semana. Como mínimo tenía dos días de espera hasta poder subirse a un
avión, llegar a Moscú y desde allí tomarse cualquier cosa a Europa y regresar a
Buenos Aires.
Durante la primera media hora, Néstor Morales, como buen
ingeniero, se concentró en la forma en que estaba construido el hospital:
paredes gruesas, feo pero durable, al más puro estilo soviético. A la hora, ya
había contado cuántos azulejos se necesitaron para llenar la sala. Aburrido
como una ostra, concentró su atención en la gente que iba y venía por el
pasillo al que daba la habitación. Con cuidado de no golpear la pierna en
ningún mueble se asomó fuera de la salita y lo que vio lo dejó aterrorizado. No
solo había más militares que en un desfile, sino que los pacientes que llegaban
estaban quemados, algunos sin pelo, con pústulas en la cara y las manos.
—¿Ahora qué está pasando? —se preguntó. Morales no era tonto y
al ver a los militares y a la gente sin pelo pensó en una sola cosa: Chernobyl.
Había un planta nuclear cerca, en la ciudad de Bilibino… ¿podría haber habido
un accidente como ya había ocurrido una vez? Néstor Morales sintió que el miedo
se le clavaba en la espalda como un puñal helado. ¿Estaba siendo bañado en
radiación en este momento? ¿Estaba condenado a muerte?
—No… no puede ser… no puedo venir a perder en el culo del
mundo. No puede ser.
Sin importarle si la pierna se volvía a romper en dos partes,
Morales salió de la sala que tenía asignada para interrogar al doctor
Ivanovich. Tenía que saber qué estaba pasando.
Si bien trató de apurar la silla de ruedas lo más que pudo, el
espectáculo que Morales vio en el camino fue cualquier cosa menos
tranquilizador: hombres, mujeres y chicos moribundos, vomitando la vida
inevitablemente. El ingeniero vio al médico y se lanzó como un cohete sobre
ruedas. Ivanovich transpiraba profusamente y estaba concentrado en lo que
hacía. Tal vez fue por eso que no se dio cuenta de que Morales lo había
agarrado del cuello del guardapalvo y lo tironeaba hacia abajo.
—Doctor ¡qué mierda es esto! —le gritó el argentino acercándole
la cara a pocos centímetros. Inmediatamente, varios soldados separaron al
ingeniero del ruso.
—Radiación… toda esta gente se está muriendo por radiación.
Pero si lo que le preocupa es si existe algún riesgo para usted, no, no hay
ningún riesgo —dijo con despreció Ivanovich—. Parece que encontraron material
radioactivo descartado o abandonado y lo guardaron en su aldea. Ahora, si me
disculpa, tengo todavía cuatro pacientes que están casi vivos.
El ingeniero Néstor Morales sintió la urgente necesidad de salir
del Hospital. No importaba que el clima fuera de cuatro grados bajo cero,
necesitaba respirar.
El aire helado lo golpeo como un martillo. Curiosamente, sólo
recién después de varios minutos sintió el frío. Y fue en ese momento que se
pudo sacar de la cabeza las imágenes que había visto. Se tenía que ir de Anadyr
cuanto antes. Y si era posible, no volver. No solamente era un lugar espantoso
sino que había mierda radioactiva dando vueltas por la zona. Ni loco iba a
permitir que lo mandaran de vuelta para acá. En el vuelo iba a escribir un
informe detallado para la cúpula de la Southern Cross Petroleum Corporation: en
Chukotka hay más chances de encontrar la muerte que petróleo. Estaba decidido.
—Y si me llegan a querer mandar de vuelta, renuncio. Que se
metan la concesión en el culo— juró en voz alta. Dicho esto, entró al hospital
a que le pusieran un yeso en la pierna. Después de todo, era el primer paso
para salir de ahí.
Base aérea del Grupo de Control Ártico
37mo. ejército del aire del Alto Comando
Supremo.
Comando de Aviación de Largo Alcance. Fuerza
Aérea Rusa.
Anadyr. Región Autónoma de Chukotka
Federación Rusa
Los llamaron porque, probablemente, no tenían a nadie mejor a
quién llamar. Uno de los nativos había llegado hasta Anadyr, la capital de
Chukotka, diciendo que en su aldea todos estaban enfermos. Para cuando el único
medico del Hospital Regional de Anadyr había llegado hasta la obshchina de Kaiettyn, prácticamente no
quedaba nadie vivo. Afortunadamente el doctor se dio cuenta de la causa con
solo mirar los cuerpos y tal vez fue por eso que salió corriendo lo más rápido
que pudo.
Nadie sabía cuál era el procedimiento para
contener un escape radioactivo, por eso fue que alguien no tuvo mejor idea que
llamar a la Base aérea del Grupo de Control Ártico. Siendo la sede de los
bombarderos estratégicos Tupolev-95MS —código de la OTAN, Bear—, al menos ellos
sabían cómo manejar cosas con radiación. Cada bombardero llevaba varios misiles
crucero Kh-55 Granat —código de la OTAN, AS-15. Y todos estos misiles no eran
otra cosa más que bombas nucleares voladoras. Por eso no extrañó a nadie cuando
desde el 37mo. ejército del aire del Alto Comando Supremo llegó al orden de
limpiar la zona contaminada y poner a resguardo la fuente de radiación, en este
caso el núcleo de estroncio-90.
La base aérea del Grupo de Control Ártico era
liderada por el Polkovnik (coronel)
Gennady Broskiy. Broskiy había sido destinado a la región de Anadyr más como un
castigo que como un premio. Desde la aparición de la Glasnot, toda la región
fue perdiendo población y en la actualidad es una de las más pobres de toda
Rusia. De hecho, el centro de Anadyr, el cruce de las calles Otke y
Rul’tytegina parecía una zona desvastada por la guerra, aunque no se haya
librado ninguna. Pero el clima ártico hacía tiempo ya que había hecho añicos
cualquier traza de asfalto y la falta de dinero para mantenimiento no permitía
cambio alguno.
Broskiy odiaba este lugar como nada en la vida. Su carrera
dentro de la VVD, la Fuerza Aérea Rusa, estaba terminada y él lo sabía. Había
armado un centro de mercado negro en su base anterior y lo habían descubierto.
Idiotas. ¿Qué había de malo en ganar unos rublos extras? ¿Acaso Rusia no era
ahora capitalista? Tenía que encontrar una forma de escapar de todo esto y el
destino se la puso delante de las narices. Bueno, no tan cerca: después de
todo, la radiación es mortal.
Fuerza de Despliegue Rápido
Compañía de Comandos 601
Campo de Mayo. Provincia de Buenos Aires
República Argentina
La Compañía de Comandos 601 tenía una larga
historia en la Argentina. Tal vez no larga desde el punto de vista de su
formación –había comenzado a operar en 1981, justo a tiempo para la guerra de
Malvinas- sino que había estado presente en los procesos políticos más
significativos del país.
Por un lado, sus hombres fueron héroes
condecorados por sus acciones en combate en las islas. Por el otro, buena parte
de los dirigentes de la Compañía habían participado en los alzamientos
“carapintadas”, lo que los había dejado fuera de carrera o en prisión y en
muchos casos, los había volcado a la política.
El teniente coronel Omar Carlos Braím estaba
solo en la capilla de la base militar. Siempre, antes de una decisión
importante, de comenzar cualquier operativo, se retiraba a meditar. “Consultar
con los Altos Mandos”, lo llamaba él. Así lo había hecho el
para que la Virgen del Rosario –a quién se había encomendado el desembarco-
aquietara las aguas de uno de los mares más bravos del planeta. La virgen no lo
decepcionó. Como nunca lo había decepcionado su ejército. Y acá el teniente
coronel Braím hacía una importante diferencia. Su ejército era el que había
combatido a la subversión, era el que había estado dispuesto a derramar su
sangre para defender la soberanía contra el expansionismo chileno, era el que
había ofrendado su vida para recuperar las islas Malvinas, la de los valientes
que se levantaron en Semana Santa, Monte Caseros y el 3 de diciembre. Ellos se
definían como la “Línea Nacional”. Lo que había venido después, bueno, era una
parodia, una mueca del las fuerzas armadas que habían soñado San Martín y los
próceres fundadores de la patria.
Había habido intentos de cambiar las cosas, de
recuperar el honor. En abril de 1987 el entonces teniente coronel Aldo Rico
lideró el Operativo Dignidad conocido como el “alzamiento de Semana Santa”,
como lógica reacción a los juicios a oficiales por la represión ilegal en la
guerra contra la subversión. Volvió a ocurrir lo mismo en diciembre del mismo
año, en lo que se llamó la “Sublevación de Monte Caseros”. Por último, el
resistirse la política de destrucción de la Fuerzas Armadas Nacionales,
instrumentada deliberadamente desde el poder político con el consentimiento,
complicidad o al menos pasividad, de sus mandos superiores. Por supuesto que
Seineldín y otros oficiales sublevados fueron condenados a cadena perpetua. Y
desde entonces, no hubo más rebeliones militares.
Esta vez, con la ayuda de Dios todopoderoso,
la historia se escribiría de una manera diferente. No se derramaría sangre
entre hermanos y finalmente se apuntarían los cañones contra el verdadero
enemigo: el imperio anglosajón. La operación era complicada, implicaba a muchos
hombres valientes –militares y civiles- dispuestos a ponerse de pie cuando la
patria se los exigiera. Braím rezó un último Rosario cuando el golpe de
nudillos en la puerta de la capilla lo sacó de su meditación.
—Mi teniente coronel, los hombres está listos
y esperándolo— anunció el suboficial principal Luis Benítez.
—Gracias Benítez —respondió Omar Braím—. En un
minuto estoy con usted.
El teniente coronel se persignó mirando al
crucifijo de madera y besó uno que llevaba al cuello junto con sus chapas
identificatorias. Benítez y Braím cruzaron juntos la plaza principal de la
agrupación. El cielo del atardecer estaba de un rojo intenso. Ambos hombres
miraron hacia arriba.
—Lindo cielo ¿no, mi teniente coronel?
—pregunto el suboficial.
—A veces pienso que Belgrano se equivocó y le
tendría que haber puesto algo de rojo. De todas formas, Benítez, ¿se acuerda
donde vimos los mejores atardeceres?
—Hay ciertas cosas que no se olvidan, mi
teniente coronel: Monte Dos Hermanas, allá en las islas.
—Exacto, Benítez. ¿Cuanto hacía que habíamos
llegado a las islas?
—Y… calculo que sería el 5 o 6 de abril.
Todavía no hacía el frío ese y tampoco habían llegado los ingleses. A veces,
cuando estoy solo, pienso que no me voy a morir sin pisar de nuevo las islas.
Pero no como turista, quiero ir como soldado e izar la bandera más grande que
encuentre en el mástil más alto. ¿No le gustaría, mi teniente coronel?
—Benítez, quién le dice: a lo mejor su deseo
se le cumple.
El suboficial lo miró extrañado. Braím no dijo
nada y siguió caminando hacia el casino de oficiales. Cuando ambos hombres
entraron, 50 soldados se pusieron de pie. Había desde jóvenes subtenientes
hasta coroneles. Todos miraban a Omar Braím con reverencia.
—Por favor, caballeros. Sentados —ordenó Braím
mientras se detenía delante de su público. Antes de hablar los miró fijo a cada
uno, aumentando la sensación de importancia de lo que diría a continuación—.
Algunos de ustedes saben por qué están acá. Otros solamente vinieron porque
fueron escogidos por sus oficiales superiores. En todos los casos, si están en
esta sala es porque en sus almas arde el fulgor de la patria y la fe en Dios,
nuestro señor. En los ojos de cada uno de ustedes me veo a mi mismo y a todos
los oficiales que nos antecedieron en la gesta de la creación de nuestra país.
Señores, el general Don José de San Martín dijo: “Cuando la Patria peligra,
todo es lícito, menos dejarla perecer”. Hemos llegado a un punto en el que
queda en nosotros respetar la memoria de nuestros muertos y llevar adelante la
tarea que los políticos entreguistas y cobardes se niegan a realizar.
El teniente coronel Braím asintió mirando al
suboficial Benítez y éste sacó la sábana blanca que ocultaba una tarima. Para
sorpresa de todos, lo que se veía era un mapa de las Islas Malvinas y parte de
Tierra del Fuego.
—Caballeros —dijo Omar Braím solemne— les
presento la Operación San Jorge. La recuperación de nuestras islas.
Nadie dijo nada. El silencio se podía palpar
como estática. Uno de los suboficiales de mayor grado tenía los ojos llenos de
lágrimas. Sin avisar, gutural, visceralmente, estalló en un grito.
—¡¡¡Viva la patria!!!
—¡¡¡Viva!!! —respondieron todos como un solo
hombre.
Braím sonrió satisfecho. Se había dado el
primer paso.
Complejo RAF
Number 1435 Flight.
Islas Malvinas
El Wing Commander Alan Carter no estaba
especialmente feliz con la idea de que los argentinos vinieran a las islas. Y
menos feliz lo ponía la idea de que pasaran la noche dentro del complejo
militar de Mount Pleasant. No es que pensara que los “argies” pudieran iniciar
otra guerra, pero de la misma manera de que el agua y el aceite no se mezclan,
mezclar a soldados de dos países que estuvieron en guerra y cuyas relaciones no
están totalmente normalizadas, no es la ocurrencia más brillante. Carter
maldijo por centésima vez al Foreign Office, los mandos de la RAF y a
cualquiera que hubiera iluminado semejante idea.
El rugido al despegar de uno de los cuatro
aviones Tornado F3 apostados en la isla resonó en la oficina de Carter. No es
que tuviera nada contra los argentinos, pero definitivamente, la idea no le
gustaba nada.
—Corporal, would you come over?
—preguntó en el tono amable de siempre.
—Yes sir! —respondió el joven cabo
entrando a la oficina.
—Cabo, lo que le voy a decir le va a
sorprender tanto como a mi. Dentro de X semanas vamos a recibir a un
contingente de 35 miembros de la Fuerza Aérea Argentina. En esta base.
—Señor,… ¿es un chiste?
—Cabo, nunca fui más serio. Nuestro gobierno y
los argentinos llegaron a un acuerdo. Por primera vez la Fuerza Aérea Argentina
va llevar a cabo una ceremonia por los caídos en suelo británico. Es probable
que no nos guste, pero son las ordenes que tenemos.
—¿Cuántos van a ser, señor? —preguntó el cabo
mientras se preparaba a tomar apuntes.
—Según se me informa, alrededor de treinta y
cinco o cuarenta. La agenda es más bien ajustada. Llegan por la tarde, pasan la
noche aquí, por la mañana tienen su ceremonia y se marchan en cuanto terminan.
Vienen con su propio transporte, un Fokker F-27, al que tenemos que
reaprovisionar de combustible. Algún imbécil me nombró “jefe de la delegación”,
por lo que tendré que hacer de “nanny” de los argentinos durante el lapso que
estén con nosotros.
—Señor, supongo que comerán en sus
habitaciones ¿verdad?
—No, cabo. Teóricamente tenemos que
“confraternizar”, por lo que voy a tener que elegir 35 hombres de la base para
cenar con los argentinos.
—Ciertamente incómodo, señor —dijo el cabo
escondiéndose en la carpeta donde tomaba notas.
—Cabo, usted está invitado.
—Ehhhh… dudó el joven—, supongo que debo
decir que es un honor, señor.
—Supone bien, cabo. Vaya organizando las cosas
y avíseme en cuanto tenga una idea de los horarios y lugares. Es todo.
—Sí señor —dijo el cabo saliendo de la oficina
y cerrando la puerta.
Alan Carter miró una vez más la foto enmarcada
que colgaba en uno de las paredes de la oficina. En su mayoría eran imágenes
alegres: él posando en sus diferentes destinos y en diferentes momentos de su
carrera. Sin embargo, una de las fotos le producía una profunda pena. Allí se
veía a su hermano menor, Edward P. Carter, Petty Officer en el HMS
Glamorgan. Había muerto el 12 de junio, exactamente a las
cuando un misil Exocet hizo impacto en la popa del buque. Tiempo después se
supo que el misil fue lanzado desde tierra en un plataforma experimental que
los argentinos habían construido en secreto. Pero nada de eso importaba. El
conflicto de 1982 se había llevado a “Eddie” y esa era una cicatriz que nunca
terminaría de cerrar. Carter sabía que iba a necesitar de todo su
profesionalismo para ser un oficial y un caballero con los argentinos. Después
de todo, ellos también tenían sus muertos.
El militar inglés
trató de sacar de su cabeza la pena que lo invadió. Se sentó en su escritorio y
empezó a escribir cuidadosamente qué nombres de su personal deberían ir a la
“cena de camaradería” con los “argies”.
Servicio de Inteligencia Naval
Edificio Libertad. Av. Comodoro Py 2055.
Ciudad autónoma de Buenos Aires.
República Argentina.
El capitán de navío Rubén Sincagnelli tenía
unos 40 años largos. Había pertenecido a la marina desde que tenía uso de
razón: primero en el Liceo Naval Almirante Brown, luego en la Escuela Naval
Militar y por último en todos los diferentes destinos de su carrera. Fue en uno
de esos destinos que, a las
fragata en el Crucero ARA General Belgrano, fue testigo de la muerte de 323
valientes, 7 de ellos congelados mientras esperaban el rescate en dos balsas
salvavidas. El Crucero se fue a pique en las heladas aguas del atlántico sur
gracias a la acción de dos torpedos Tigerfish MK-24 filodirigidos lanzados por
un submarino nuclear, el HMS Conqueror.
Sicagnelli podía entender que en una guerra
había muertos. Eso, por decirlo de alguna manera, “venía con el trabajo”. Lo
que nunca pudo entender y lo que es más importante, perdonar- es por qué el
ataque al Crucero ARA General Belgrano había sido a
era “de conflicto”. El marino nunca dejó de sentir que se había cometido un
acto de traición y que si la guerra hubiera tenido otro resultado, el Commander
Christopher Wreford Brown a cargo del submarino inglés, habría sido juzgado por
crímenes de guerra. Sin embargo, la guerra se perdió, y las 323 muertes
quedaron sin venganza.
El teléfono directo del despacho de Rubén
Sincagnelli, actualmente subdirector del Servicio de Inteligencia Naval, sonaba
solamente por pocas razones: o llamaba su jefe, el contraalmirante Miceli; su
esposa o algún contacto importante o de mucha confianza.
En este caso, el teléfono sonaba ante la
tercera posibilidad.
—¿Hola, Rubén Sincagnelli?
—Sí, ¿quién habla?
—Un gusto saludarlo, le habla el teniente
coronel Omar Carlos Braím.
El marino estaba sorprendido del llamado. No
sólo porque fuera alguien de otra arma -conocía a Braím de algunas reuniones
informales- sino porque nunca habían tenido una relación de especial amistad. Y
menos un motivo como para llamarlo por teléfono.
—Un gusto hablar con usted, Braím respondió el
marino. ¿En que lo puedo ayudar?
—Me gustaría, si tiene tiempo, que nos
juntáramos a tomar un café.
—Seguro, seguro —respondió Sincagnelli intrigado—.
Dígame cuándo, nomás.
—¿Ahora?
—¡Epa que está apurado, amigo!
—Créame, Rubén, que el tiempo no es nuestro
aliado.
—¿Nuestro aliado en qué, Braím? —preguntó el
marino más intrigado todavía.
—Si le parece nos encontramos en el bar del
Hotel Ushuaia, ahí en Córdoba y Além. El hotel es de ustedes, así que lo conoce
mejor que yo.
—Sí, conozco el Hotel Ushuaia. Digamos que…
¿en una hora, hora y media?
—No Rubén. Ahora. Lo estoy esperando en el
bar.
—Mire Braím, no sé en qué anda, pero le
aseguro que no tengo tiempo para andar perdiendo en boludeces apuradas. Si
quiere que nos juntemos, armamos una reunión como es debido, revisamos mi
agend…
Omar Braim interrumpió sin gritar ni perder la
paciencia, pero con el tono de voz firme que sabía imponer respeto.
—Sincagnelli: trescientas veintitres personas
le están exigiendo que se junte conmigo ahora.
—¿Cómo dijo?
—Me escuchó bien, Sincagnelli: trescientas
veintitres personas le piden, le demandan, que se junte conmigo ahora.
Ese comentario fue suficiente. El capitán de
Navío salió rumbo al hotel a los pocos minutos de haber colgado el teléfono.
Braím lo estaba esperando en la puerta.
Entraron, se sentaron en una mesa apartada, y Braím habló mientras el marino
escuchó en silencio. Estuvieron así durante casi tres horas. En un momento
Sincagnelli asintió con la cabeza, Braím le apoyó una mano en el hombro y lo
palmeó. Luego le entregó un sobre de papel madera con una cantidad no
determinada, pero abultada, de dólares en efectivo. Salieron del bar, y
Sincagnelli llamó a su secretaria para decirle que su madre estaba muy enferma,
que probablemente moriría, por lo que no volvería al edificio Libertad durante
toda la semana. Después llamó a su mujer, le explicó que “por razones
laborales” tenía que hacer un viaje urgente y no volvería hasta dentro de unos
siete días. Arreglados estos dos detalles, paró el primer taxi que encontró
sobre la avenida Córdoba.
—Al aeropuerto internacional de Ezeiza, por
favor.
El taxista sintió que se había ganado la lotería y asintió contento.
Sincagnelli tenía, al menos, el viaje hasta al aeropuerto para pensar. Le
gustaba viajar liviano, pero esta vez estaba demasiado liviano. No se preocupó,
tenía fondos y si llegaba a necesitar algo con urgencia, lo podría comprar
directamente en su destino final: Moscú.
Ramiro, esto es buenísimo!!! Cometí el “error” de empezar y no pude parar hasta que terminé! Gimme more!!!