El último vuelo del condor: capítulo 3

Capítulo 3

 

 

 

Sala de redacción del diario El Tribuno.

Juncal 841. Capital Federal.

Buenos Aires. Argentina

 

 

Juan
Patricio Wahrberg tenía las piernas sobre el escritorio y estaba descalzo.
Siempre se había sentido más cómodo sin nada en los pies. Y tal vez, una de las
razones por las que eligió el periodismo era porque no tenía que usar saco,
corbata… y podía recorrer la redacción descalzo. Aporreaba el teclado del
teléfono desde hacía varias horas. Estuvo intentando comunicarse con algunos
viejos compañeros del Nacional Buenos Aires que se habían dedicado al mundo de
las finanzas. Con suerte, alguno le podía “tirar alguna punta” sobre la nueva
investigación que le habían asignado.

—“¿Qué
hacían con la plata los millonarios?” —se preguntó a si mismo por centésima
vez. Estaba seguro de qué haría él: se compraría una isla en el caribe y se
pasaría el resto de su vida leyendo y haciendo asados. Claro que necesitaría un
avión privado para llevar a los amigos y amigas. Eso sí que estaría bien. Pero
la verdad es que no tenía dinero ni siquiera para poder comprarse un
departamento y poder liberarse del alquiler. Wahrberg siguió intentando
comunicarse con su lista de contactos que sacaba de una vieja libreta: eran
teléfonos muy antiguos y todavía no los había pasado a su PDA. Probó un nuevo
número, con la certeza de que a quien buscaba no estaba, no trabajaba más, se
había ido del país o simplemente no sabían quien era.

—Usted
se ha comunicado con Horner, Wood, Bergara Consultora de Finanzas —dijo la voz
grabada y melosa—. En breves instantes una operadora lo atenderá. Muchas
gracias. ¿Conoce nuestros fondos de inversión en dólares? —preguntó ahora una
voz masculina—. Podemos asesorarlo en…

—En
nada —dijo Wahrberg a la voz grabada—. No tengo un mango y los instantes no son
ni breves ni largos: son instantes. Tendrán plata pero de gramática no tienen
idea.

—…no
sólo en bonos sino también en moneda nacional como extranjera —siguió recitando
la voz—. Horner, Wood, Bergara Consultora de Finanzas tiene una plan para su
economía personal. Haga una cita con…

—Horner,
Wood, Bergara Consultora de Finanzas, buenas tardes —interrumpió, ahora sí, una
operadora real. Wahrberg pegó un salto y bajó los pies del escritorio.

—Hola,
qué tal. Estoy buscando al señor Ludovico Arceu.

—Lo
comunico —respondió impersonal la operadora. Acto seguido apareció una vez más
la grabación que promocionaba los servicios de la consultora. Esta vez
explicaba las ventajas de los títulos de deuda. Como antes, la grabación se
interrumpió, salvo que ahora, probablemente era la secretaria personal de
Arceu.

—¿Buenas
tardes? —ladró como una pregunta.

—Hola
señorita, ¿cómo está? —trató de responder Wahrberg en el tono más simpático que
encontró—. Quisiera hablar con Ludovico Arceu, por favor.

—¿Por
qué asunto es?

—Es
una llamada personal —respondió el periodista.

—¿Quién
le va hablar?

—Pato
Wahrberg, un compañero del secundario.

—¿El
señor Arceu está esperando su llamada? —ladró como un cancerbero la secretaria.

—El
señor Arceu y yo somos muy amigos.

—Hmmm…
un minuto por favor

—No,
no, espere un según… —antes de que Wahrberg pudiera terminar la frase volvió
a aparecer la voz grabada. El nueva tema: el manejo unificado de la cartera de
finanzas.

—¿Por
qué no cerrás el orto de una vez? —preguntó enojado a la grabación.

—¿Y
entonces para que mierda me llamás? —respondió Arceu al otro lado del teléfono.

—Uuuuuhhh
¡Ludo! ¡ Perdoname,  es que estaba hasta
los huevos de la grabación esa! ¡Cómo andas tanto tiempo! ¡Ludoviquete!

—Pato…
siempre igual, Patito. Todo bien, todo bien. Sigo en la misma empresa, como
verás.

—Che,
soy un desgraciado. No nos hablamos desde la reunión de ex-alumnos. Contame un
poco de vos. ¿Y ahora que hacés?

—Estoy
como socio gerente. Si todo sale bien, para fin de año es Horner, Wood, Bergara
yyyy… —dijo Ludovico estirando la letra.

—¡Y
Arceu! ¡Qué tipo capo! ¿Ves por qué yo me juntaba con vos cuando íbamos a
bailar? Porque vos sos un pibe que las tiene todas: sabe hacer guita, tiene
facha. El verdadero jugador de toda la cancha.

—¿Y
vos Patito, en qué andás? Te leo seguido en El Tribuno ¿seguís ahí?

—Sigo
acá. Y es por eso que te llamo, necesito que me orientes con unos temas que
tienen que ver con lo tuyo: manejo de plata, aviones privados, hoteles de lujo,
toda esa joda.

—Con
el tema de la plata seguro que te puedo ayudar, Patricio. Con el resto olvidate
porque hace rato que ni minas ni joda ni nada.

—¿Te
casaste?

—Me
casé, me separé. Por suerte no hubo pibes. La guacha me fumó la mitad de la
guita y ahora me dedico “full time” al trabajo ¿viste? Pero decime qué
necesitás.

—Mira
Ludo, es largo, complicado. ¿Nos juntamos? ¿Querés que vaya para allá?

—Mejor
que eso: nos encontramos abajo, tengo un embole que no doy más ¿Ubicas el
O´Reilly’s?, justo en la esquina de Reconquista y Paraguay. ¿Llegas en 15
minutos?

—Pasé
por la puerta mil veces. Que sea en veinte, dale Ludo. Nos tomamos una
cervecita y te cuento.

—Perfecto,
Pato. Nos vemos en veinte. Chau.

—Chau,
maestro.

Juan
Patricio Wahrberg se calzó, se puso su saco, una gorra y salió de la redacción
con paso apurado rumbo al O´Reilly’s. Tenía el presentimiento de que Ludovico
Arceu le iba a “tirar un punta” para empezar a investigar. Le picaba la nariz y
eso era señal de que estaba sobre algo. No fallaba nunca.

 

 

 

 

Hotel Academicheskaya.

Habitación 274.

Calle Donskaya 1 y 2

Moscú. Federación Rusa.

 

 

“Esto es una mierda”, se dijo a si mismo el Capitán de Navío
Rubén Sincagnelli. Había llegado a Moscú esa misma mañana y el camino desde el
aeropuerto internacional Sheremetjevo, hasta el hotel no había sido fácil. El
marino sabía que había una conexión vía subte, pero el impacto cultural y el
cansancio no hicieron que fuera fácil ubicarse. Incluso la salida del
aeropuerto estaba repleta de “taxis” que gentilmente le ofrecían llevarlo a la ciudad
por menos de 30 dólares. No era muy diferente al aeropuerto de Buenos Aires,
Ezeiza, donde una similar mafia de taxis ofrece tarifas con salida asegurada y
llegada dudosa.

Por eso es que Sincagnelli optó por un taxi contratado dentro
del aeropuerto. Le costó alrededor de 35 dólares, algo así como 900 rublos,
pero estaba muy cansado y no quería correr riesgos. Que la misión que tenía por
delante se estropeara porque lo habían robado en un taxi a la salida del
aeropuerto hubiera sido una vergüenza no solo en su condición de Subjefe de
Inteligencia, sino como militar.

El hotel que le habían designado, el
Academicheskaya, era el clásico bodoque moscovita: un monoblock de hormigón,
sin ningún gusto, funcional y práctico. Es probable que el edificio soportara
un ataque nuclear sin que se la saliera la pintura, pero pedirle a los
edificios de Moscú otra característica aparte de esa, era un capricho
irrealizable.

Sincagnelli revisó una vez más la habitación,
que alguna vez conoció un tiempo mejor. De alguna manera extraña, tanta
decadencia le hacía acordar a su propio país. Encendió un cigarrillo –se había
provisto de una buena cantidad de tabaco americano en el free shop- y marcó el
número de teléfono que le habían dado antes de salir.

¡Privet!— se escuchó del otro lado.

—Hola —dijo Sincagnelli en castellano.

¿Ty menya ponimayesh?
—preguntó en ruso la voz.

Hello? —preguntó ahora el
marino en inglés.

—Yes?

Perfecto. La conversación iba a ser en inglés.
Una suerte, porque Sincagnelli no tenía la más remota idea de ruso.

—Estoy buscando al Polkovnik (coronel) Gennady
Broskiy. ¿Se encuentra ahí?

—No solo se encuentra —dijo la voz en el
teléfono con un fuerte acento ruso— sino que le está hablando.

—Mayor, vengo para charlar con usted por una
compra muy especial.

—¡Ahhhhhhh! —dijo Broskiy—, esas cosas no se
hablan por teléfono. No, no. Mejor me invita a comer ¿qué le parece?

Sincagnelli no tenía otra opción que aceptar.

—Dígame usted dónde. No conozco bien Moscú.

—¿En donde está ahora? –preguntó el ruso.

—Esa información, Polkovnik Broskiy,
preferiría guardármela. Simplemente dígame dónde nos encontramos.

—Oooops… sensible. Entonces le digo
simplemente: el Kamenny Tsvetok, significa Flor de Piedra. Está en 21 Ul.
Sadovaya-Spasskaya. ¿Entendió o se lo repito simplemente? A las
21:00 está
bien. Voy a usar un abrigo de cuero y un gorro de piel marrón claro.

—Flor de Piedra. Nueve de la noche.
Abrigo de cuero, gorro claro. Nos encontramos allí.

El marino argentino colgó el
teléfono de un golpe.

—¡¡Ruso de mierda y la reputa madre
que lo recontraremil parió!!

Ahora tenía que preguntar como se
decía Flor de Piedra en ruso —se lo acababan de decir, pero jamás lo podría
repetir-, encontrar el restaurant y encontrar una forma de llegar con
transporte público. Sincagnelli no quería tomar un taxi y dejar eventuales
testigos del encuentro.

Eran las 10:00 de la mañana, con que se
despertara a las
17:00 tenía tiempo de sobra de
bañarse, afeitarse y ver cómo llegar. Por lo menos sabía que una estación de
subte estaba a pocos metros del hotel, la Oktyabrskaya.

—Ruso de mierda —murmuró antes de caer agotado por el jet lag.

 

 

 

Centro Espacial Teófilo Tabanera.

Falda del Carmen, Córdoba.

República Argentina.

 

La noche era especialmente fría y oscura. Poco o nada se podía
hacer para distinguir la silueta negra que se acercó a la alambrada de metal.
La sombra hizo aparecer una pinza con el mango recubierto en cinta adhesiva
negra, no tanto como para aislar sino como para evitar cualquier reflejo que
pudiera delatar su posición. Con mano experta, tomaba la reja con la izquierda
y con la derecha iba haciendo cortes en los alambres, de forma tal que se formó
un cuadrado lo suficientemente grande como para que pasara un hombre agachado.

No hubo necesidad de señal alguna, simplemente cuando terminó su
tarea, cinco siluetas más se sumaron a la anterior. Pero esta vez eran
diferentes: no solamente estaban vestidos de negro y con un pasamontañas, sino
que cada uno llevaba un fusil de asalto Heckler & Kock MP5, pistolas
automáticas Browning
9 mm y dos clases de granadas:
explosivas convencionales y XM84, las últimas no con el objetivo de matar sino
de cegar por poco segundos al adversario mediante un potentísimo flash de luz.
Solo uno de los hombres, el primero en pasar a través de la alambrada, tenía un
sistema de visión nocturna Newcon NZT-22, que le permitía ver en la cerrada
noche de la sierra como si fuera una tarde nublada bañada de luz verdosa.

—Perseo a Medusa —dijo el del sistema de visión nocturna a
través de su micrófono de garganta. Esto le permitía tanto susurrar como hablar
con voz normal y ser escuchado del otro lado. Para activarlo, solo bastaba con
presionar un botón en una especie de collar que rodeaba al cuello y donde
también estaba el micrófono.

—Perseo a Medusa —repitió.

—Acá Medusa. Lo escucho, Perseo —fue la respuesta.

—Medusa, ya estamos adentro del complejo sin novedad. Nos
encontramos en el punto convenido.

—Comprendido Perseo. Procedemos a la segunda etapa. Medusa
fuera.

En la otra punta del complejo, el guardia de la Gendarmería
volvió a mirar el reloj una vez más. Nada ocurría en el medio de la sierra
cordobesa a las
3:30 de la madrugada. Salvo que
el frío, intenso, seguía entrando por los bordes de la puerta de la garita que,
hacía rato, necesitaba un burlete nuevo.

—¿Quién me manda a meterme a Gendarme? —murmuró para si mismo
cuando acomodaba una pava sobre el calentador para hacer el cuarto mate de la
noche. Hacía ya casi un año que le habían asignado la “Seguridad del Centro
Espacial”. En verdad, un nombre pomposo para llamar a la tarea de congelarse en
medio de la sierra. En “el centro”, como lo llamaban, no había mucho que
cuidar. Si bien la Comisión Nacional de Actividades Espaciales tenía una
pequeña fortuna invertida en las computadoras utilizadas para bajar, guardar y
analizar las imágenes de los satélites Landsat 5 y 7, SPOT 1 y 2 y ERS 1 y 2,
no eran máquinas que uno se pudiera llevar a casa y usarlas para jugar o
navegar por Internet.

Tal vez fue el mismo hastío el que hizo que no escuchara el
motor hasta que las luces lo cegaron.

—¿Y a esta hora quién viene a molestar? —se preguntó en voz
alta. No era la primera vez que alguien llegaba a la madrugada a las puertas
del centro. Ubicado en Falda del Carmen, para llegar había que desviarse de la
ruta
C-45 para tomar un camino secundario. El mismo camino llevaba, unos
kilómetros antes, a “Le Privé”, el único hotel alojamiento de la zona de Alta
Gracia – Córdoba. Y no era la primera noche que una pareja ansiosa pasaba de
largo el hotel y llegaba hasta las puertas mismas del complejo.

El vehículo, todavía con las luces altas, apuntaba directamente
a la puerta.

—Hermano, a ver si bajas las luces —gritó el guardia mientras se
acercaba cubriéndose los ojos con una mano.

—Ya va. Estoy buscando un hotel que me dijeron que
estaba por acá. ¿Tenés idea si me pasé o qué mierda? —preguntó la voz de acento
porteño.

—‘Tas
bien perdido, negro. Tenés que pegar la… —no llegó a terminar la frase cuando
el golpe seco en la nuca lo tiró al piso, inconsciente.

El cuerpo del guardia no había tocado
el suelo cuando doce hombres bajaron de lo que en realidad era un camión
. Vestidos enteramente de
negro, la cabeza cubierta con un pasamontañas y anteojos de visión nocturna, se
movían con coordinación y eficiencia militar. Uno de ellos, el que hacía de
chofer y había quedado oculto de los ojos del guardia, apagó las luces y puso
en marcha el camión hacia el interior del complejo, los demás, avanzaron
detrás, revisando a izquierda y derecha mientras apuntaban con sus fusiles a
probables blancos.

El grupo que había entrado a través de la alambrada vio
acercarse el camión y se puso en acción. No muy lejos de la puerta estaba el
edificio administrativo y de recepción de imágenes. Casi todas las noches había
dos analistas de guardia, a veces tres. Los intrusos subieron al primer piso e
irrumpieron en la sala de computadoras como una tormenta. Los dos analistas no
entendieron nada. De hecho, todo fue tan rápido que ni llegaron a tener miedo.

—¡Al suelo ya mismo o los mato a los dos! ¡Ya! —dijo el líder
del grupo. Sin dudarlo, los dos técnicos se acostaron al piso de plexiglas
gris..

—¡Las manos en la espalda, vamos!—. Apenas acomodaron los
brazos, les pusieron una capucha para que no pudieran ver y le ataron las
manos, las piernas y la boca con cinta de embalar.

El jefe dio una orden.

—Vos, quedate con ellos y al primero que se mueve los quemás de
un tiro en la cabeza.

El segundo al mando no pudo menos que sonreír ante semejante
orden. Por supuesto, los seis intrusos salieron del edificio tan pronto como
llegaron. Nadie quedó para vigilar a los analistas, pero si bien no escuchaban
a nadie, encapuchados, no quisieron moverse para confirmar la teoría. Después
de todo, no había nada en el edificio por lo que valiera la pena dejarse matar.

Una vez de nuevo en campo abierto, trotaron para encontrarse con
el resto del grupo. Cuando llegaron al nuevo punto de reunión, se agacharon a
examinar el siguiente objetivo. Delante de ellos se extendía una enorme puerta
de metal, bordeada de hormigón que se incrustaba en la montaña. Ridículamente,
no tenía ningún candado, por lo que uno de los hombres simplemente la movió a
un costado mientras los demás avanzaban.

Si bien estaba oscuro, a la luz de las linternas se adivinaba el
galpón de lo que en algún momento había sido una fábrica. Con paso experto y
cotejando contra un mapa, las doce sombras pasaron por una de las puertas que
daba a una escalera que bajaba varios pisos.

—Por acá —dijo uno de los hombres comparando contra el papel.

—¿Seguro?

—Y… lo seguro como puedo estar con este mapa.

—¡No me diga boludeces! —dijo el segundo con voz firme—. ¿Es por
acá o no?

—Dos pisos para abajo y después por la puerta de la derecha.

—Dele

Los doce hombres bajaron los dos pisos haciendo un mínimo de
ruido. Hasta ahora la misión que se habían encomendado estaba saliendo a la
perfección y querían que así también terminara.

—Ahora por el pasillo —dijo el guía.

Estaban en el sótano del complejo, en lo que parecía una sala de
máquinas o calderas.

—¿Y ahora?

—Acá cambiaron algo —respondió el guía dudando—. Esta caldera no
estaba acá. No me oriento.

—Mejor oriéntese porque lo cago a tiros acá mismo.

—Detrás de la puerta esa.

Los doce hombres se acercaron y, cuando abrieron la puerta las
linternas sólo iluminaron algunas latas de pintura vacías y secas, una chapa de
zinc oxidada, palas y herramientas de mantenimiento.

—Es esta pared. Seguro —dijo el guía.

Dos hombres colocaron cuatro cargas mínimas de explosivo
plástico C-4 en cada ángulo de la pared. Hundieron los detonadores eléctricos
en la masa explosiva y asintieron con la cabeza al líder del grupo.

—Para atrás todos —fue la orden.

Una explosión sorda y corta levantó una nube de humo y polvo de
lo que en algún momento fue la pared. Cuando la visión se despejó, se veía que
el cuarto se prolongaba varios metros hacia delante y se adivinaba una
estructura tapada con lonas.

—Todos saben qué hacer ¿clarito? —dijo el líder.

Sin dudarlo, cada uno de los doce miembros del equipo tomó un
costado de cada una de las cinco piezas y las llevaron hacia fuera y luego al
camión en el que habían llegado. Cuando terminaron de cargar, subieron al
camión, salieron del complejo y se perdieron en la oscuridad de la ruta
nacional N° 5.

La tercera fase había sido un éxito. El Operativo San Jorge ya
tenía su lanza.

 

 

Restaurant Kammeny
Tsvetok

21 Ul. Sadovaya-Spasskaya

Moscú. Federación Rusa.

 

 

El
capitán de navío Rubén Sincagnelli había hecho magia para orientarse. El hotel
quedaba cerca de la estación de subte Oktyabrskaya en la línea Kaluzhsko –
Rizhskaya y el restaurant estaba a pocos metros del la salida de la estación
Krasnye Vorota de la línea Sokolnicheskaya. Sólo había que hacer una
combinación, pero los nombres no eran nada fáciles de recordar. De hecho, al
marino argentino le parecía que todos eran exactamente iguales o querían decir
lo mismo. Afortunadamente ubicó la estación por lo que le habían dicho en el
hotel: Krasnye Vorota estaba construida casi íntegramente en mármol rojo, en un
típico ejemplo de subterráneo moscovita.

Finalmente
llegó a la puerta del
Kammeny Tsvetok (Flor de Piedra)
pocos minutos después de pasadas las
21:00. La zona era relativamente
céntrica –estaba a unos 25 minutos del Kremlin- y el tráfico era intenso.
Tratando de parecer un local, el marino entró al restaurant.  Estaba decorado en el clásico estilo
moscovita: chillón, con excesos de rojos, panas y cromados. Y la mezcla de olor
a tabaco, comida y alcohol no era lo que se dice, el mejor desodorante de
ambientes. En el aire, sonaba una versión en ruso de “Garota do Ipanema”. De
alguna manera a Sincagnelli le hacía acordar a los hoteles de los 70’s donde se
filmaban las comedias de Olmedo y Porcel. Entre las diferentes mesas buscó con
la mirada la campera de cuero y el gorro marrón claro. No tardó en encontrar la
combinación buscada.

El Polkovnik
(coronel) Gennady Broskiy estaba sentado y fumando. La mirada perdida y un vaso
grande de lo que, a la distancia, parecía Vodka.

I guess this seat is available?
—preguntó en inglés Sincagelli.

—No, la silla no está ocupada —respondió el
ruso en un inglés con un fuerte acento—. Y si está interesado en hacer
negocios, está más libre todavía.

—¿Gennady Broskiy, correcto? Mi nombre no importa —dijo
secamente el argentino—. Tengo entendido que usted tiene a la venta cierta
mercadería que la gente a la que represento está interesada en adquirir.

—Hooo… —exclamó el ruso—. Amigo mío: está yendo demasiado
rápido. Primero, no me interesa quién es usted o a quién representa. Obviamente
usted es latino, pasé suficiente tiempo en Cuba para reconocer el acento. Pero
eso no significa nada. No sé qué le hace pensar que yo pueda tener lo que usted
busca. Querido amigo, yo soy solamente un pobre coronel destinado en una de las
bases militares más alejadas tristes y olvidadas de todo el puto mundo. Y
exactamente ahora, sólo quiero comer. ¿No tiene hambre? —preguntó Broskiy.

—No, no exactamente.

—Ahhhh…, no amigo. No puede venir a Moscú y no probar un plato
de
solyanka. Más aún: le voy a pedir un plato grande de
solyanka a usted también. No me gusta comer solo.

—No tengo la más remota idea de lo que es la
“solyanka”. Y tampoco tengo interés en comer con usted. Quiero saber si tiene
lo que dice tener y a qué precio.

—No, amigo. La manera rusa. Primero solyanka, que es
una sopa de pescado con sauerkraut. Después un poco de vodka. Después otro poco
más de vodka. Y para terminar, vodka. Por último usted va a pagar la cuenta y
ahí veremos si podemos hablar o no.

Antes
que nada, Rubén Sincagnelli era un militar, un hombre de acción. Pero por otro
lado, el ruso lo tenía a su merced. Tal cual como
Broskiy
auguró, pidieron sendos platos de
solyanka, que el ruso
devoró con singular devoción. Luego vino el vodka, vodka, vodka.
Sincagnelli no pasaba de un
vaso de vino con las comidas, por lo que trató de evitar beber y dejar que el
ruso tomara todo lo que quisiera con la esperanza de que se emborrachara y que,
de esa manera, la negociación fuera más fácil. Sin embargo, el coronel
Broskiy
era una esponja. Ya bien pasada la sobremesa estaba tan sobrio como cuando se
había sentado.

—Ahora sí —dijo Broskiy eructando estentóreamente—. Tal vez ya
podamos hablar de negocios. ¿Qué le parece, mi amigo?

—Que es hora —respondió el argentino sin ocultar su desagrado—.
Para empezar me gustaría saber si efectivamente tiene lo que mis contactos me
dicen que tiene.

—Mmmmm… ¿si tengo lo que tengo? Digamos que sí, que tengo ocho
kilos de lo que tengo. Y la pregunta obvia: ¿usted tiene el dinero que puede
costar lo que yo pudiera tener? —replicó el ruso.

—Eso depende ¿de cuánto estamos hablando?

—Aaah… como le dije antes, mi amigo, soy un pobre coronel que
tiene que jubilarse. Pasar su vejez en algún lugar con un clima más benigno.
Ibiza, la Costa Azul, Mónaco, cualquier lugar con un poco de calor. Tal vez,
incluso, una pequeña villa, un Rolls Royce, chofer, lo justo que pueda pagar
con mis ahorros. ¿Nos entendemos?

—Nos entendemos —respondió el argentino.

—Considerando todo esto —dijo Broskiy mirando hacia el techo,
cruzando los brazos y recostándose en la silla— estaba pensando en un fondo de
pensión de alrededor de un cinco seguido de seis ceros detrás.

Sincagnelli
se levantó de la mesa, metió la mano en su bolsillo y dejó una cantidad de
rublos suficiente como para pagar tres cenas.

Broskiy,
me gustaría decir que fue un gusto conocerlo —dijo el argentino mientras se
preparaba para irse. El ruso, rápido, lo agarró del brazo.

—Vamos mi amigo —dijo sonriendo—. No hay que ser melodramáticos.
Seguro que si conversamos un poco podemos llegar a un plan de retiro que sea de
nuestra mutua satisfacción.

—Un millón. Eso es todo.

—Aaah… ¿es que ahora tengo que ser yo el que se levante de la
mesa? Estoy demasiado cansado y borracho como para hacer toda la escena. Tres
millones.

—Dos millones y la oferta es final —dijo Sincagnelli terminante.

El
ruso pidió otra botella de vodka, que el mozo trajo rápido a la vista de los
rublos sobre la mesa.

—Tovarich —dijo el coronel Broskiy
sirviendo sendos vasos— brindemos por un trato cerrado. Usted va a ser el dueño
de ocho kilos de estroncio-90. Lo que haga con ellos no me interesa, pero estoy
seguro que no va a ser nada bueno. Faltan los detalles de la entrega de la
mercadería y mi dinero, pero aún así…

El Polkovnik
Gennady Broskiy llenó su vaso y el del C
apitán de Navío
Rubén Sincagnelli.

¡Na zdorovie! —gritó
el ruso y los dos bebieron de un trago.

El Operativo
San Jorge había conseguido la punta. Sincagnelli se preguntó como iría la parte
de la lanza.

Posted in Último vuelo del Condor | 2 Comments

2 Responses to El último vuelo del condor: capítulo 3

  1. Wally says:

    quiero el siguiente capitulo!! 🙂
    Ya que estamos te recomiendo un libro interesante: On the edge, de Brian Bagnall
    Un abrazo!

  2. Wally says:

    Toma 2!
    Quiero el siguiente capitulo!! 🙂
    Ya que estamos te recomiendo un libro, “On the Edge” de Brian Bagnall
    Un abrazo!

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